El nervio de la lengua
Desde mis primeros pasos he oído en boca de los redichos la palabra enervar. No es, sólo, que la pronunciaran con engolamiento, sino que la decían dos veces: 'Enervar no significa ponerse nervioso. Enervar significa, precisamente, lo contrario: no-nervioso'. Y al decir esto metían un dedo entre el afijo (¡e, e!) y la raíz (nerv) como si quisieran sacarte el ojo. Obviamente, yo no he visto a nadie, ni por escrito ni por oído, que utilizara enervar en el redicho sentido. Puede que haya visto poco. Pero siempre y para todos enervar ha significado ponerse de los nervios. Hasta 1992, el Diccionario de la Lengua sólo recogía el sentido redicho. Pero, en ese año, y dado el clamor popular, incluyó el otro. Lo incluyó con hierro infamante -¡galicismo!- y como última acepción. Y manteniendo el sentido tranqui, con lo que se daba la circunstancia, lexicográficamente ornitorrinca, de que una palabra significara uno y su contrario. Qué duda cabe, sin embargo, de que el progreso se hace sentir en todos los ámbitos de la vida y diez años después, en la 22ª edición del Diccionario, el sentido nervi tiene todos los papeles en regla y no figura ya como ilegal. Ya no debe de ser galicismo. Pero eso sí: esta acepción -la única real de la palabra- sigue en último lugar. Supongo que con los años irá ascendiendo en la jerarquía y cuando un negro llegue a la presidencia norteamericana o un charnego a la de la Generalitat, enervar tendrá ya una entrada lexicográfica razonable. Para celebrar esos dos acontecimientos, propongo.
Hay quien ha sugerido, en su caza del bárbaro, que topless debiera sustituirse por tomar el sol en tetas
Las tribulaciones de enervar
ayudan a describir una cierta doble moral lingüística que caracteriza, a veces, el trabajo de los miembros de la Real Academia y que vuelve a manifestarse en la última redacción del Diccionario. La trompetería anuncia que viene más bravo y rompedor que nunca, que incluye guay, bofia, topless, geisha entre muchas otras irreverencias. Puede que este aluvión añada una cierta incertidumbre a la identidad del diccionario (¿normativo, de uso?) y que, incluso, haya quien lo acuse de invadir el terreno de otros diccionarios recientes, sobre todo el de Manuel Seco, Olimpia Andrés y Gabino Ramos, Diccionario del español actual. Pero esta discusión no me interesa ahora. Y dado, además, que hay quien ha sugerido seriamente, en su caza del bárbaro, que topless debiera sustituirse por tomar el sol en tetas, me resultan simpáticas las alegres novedades de la Academia y su interés porque vaya creándose una suerte de extraparlamentarismo lingüístico donde se asoleen las tetas, el cornijal (así querrían llamar al córner) y los talibán.
Ahora bien, más allá de la trompetería publicitaria con que la Academia celebra qué grande es ser joven, lo cierto es que sigue mostrándose hosca y lenta a la hora de registrar los movimientos semánticos de determinadas palabras castellanas. En sus nobles consejos sobre el estilo, Montaigne aconsejaba 'estirar y moldear las palabras' y 'enseñarles movimientos desacostumbrados'. Esto es lo que han venido haciendo los hablantes. A veces mejor, a veces peor. Leyendo a Montaigne o sin saber nada de él. Es el caso de enervar, desde luego. Pero también del uso transitivo del verbo cesar -que permite añadir el cesado a la vasta galería de tipos españoles, donde ya reside el cesante-; de santuario -el prurito anglófobo dice que para huir de la justicia ya existen asilo o refugio, sin advertir que en ninguno de estos dos lugares (profanos) está prohibido dar caza al fugitivo y despreciando, en consecuencia, la calidad metafórica del supuesto anglicismo-; de desapercibido, como equivalente de inadvertido -'ya sé que lo castizo es inadvertido', decía Unamuno, 'pero me quedo con lo corriente de hoy, castizo de mañana' (citado en Seco, Diccionario de dudas y dificultades de la lengua española); o de apalizar, sorprendente y estimulante aportación del catalán -tan perifrástico- a la economía lingüística castellana.
No creo que los hablantes del castellano hayamos perdido nada con esos movimientos y otros del mismo tipo que la Academia se resiste a incluir. Como tampoco que hayamos ganado con la aplicación de un abrasivo sentido panorámico a otras palabras. Me parece útil y económico que honesto funcione de cintura para abajo y honrado en el resto; que desmentir sea negar, pero con pruebas; que alocución introduzca el matiz de la superioridad jerárquica en la noción de discurso; que rapto añada el abuso sexual al secuestro; que detentar sea ejercer el poder, pero ilegítimamente (siempre será desde el punto de vista del que habla). Todas estas palabras han perdido o están perdiendo sus matices. Pero el problema no es la pérdida en sí: no importa que versátil haya perdido su matiz reprobatorio para aproximarse a la virtud (una evolución por lo demás muy interesante desde el punto de vista sociolingüístico). El problema es que para representar los matices arrasados de una palabra el hablante deba dar un rodeo lingüístico: el que desmentir se haya convertido en un archisilábico sinónimo de negar obliga a que la hipótesis de 'negar con pruebas' no pueda expresarse con una sola palabra. Y resulta chocante que en los ejemplos citados, con la excepción de detentar, el Diccionario haya legitimado la evaporación de los matices semánticos fortaleciendo el derroche sinonímico e ignorando el valor económico de las palabras, mucho más nítido que sus presunciones estéticas o morales.
Un diccionario es un pacto entre la instrucción y el uso y no es sencillo reflejar en él cada movimiento de los hablantes, más aún teniendo en cuenta que esos movimientos no son siempre positivos. Pero, como en otros órdenes de la política, también en materia de palabras es intolerable que los muertos dicten su ley a los vivos. Una lectura del último Diccionario sugiere que la ley de los muertos sigue en parte activa: no sólo por lo que extáticamente -en comunión con el genio (y no con el nervio) de la lengua- se conserva contra el uso, sino también por lo que el periodismo urgente, al dar la noticia del guay o del top, llama el rejuvenecimiento; es decir, la acción y efecto de actuar sobre lo desusado, olvidado o postergado, aunque siempre por fuera, sin comprometerse en la reparación de los auténticos y menos visibles estragos del tiempo.
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