El pacto sobre autogobierno de la izquierda
El pacto alcanzado por la izquierda parlamentaria sobre el futuro del autogobierno en Cataluña, si no se frustra, podría considerarse con el tiempo un acuerdo histórico que restaura la tradición más fiel del progresismo catalán.
Como es notorio, la estrategia del nacionalismo conservador respecto al Estado siempre fue y sigue siendo la del contrario a corto plazo, el intercambio de apoyos y favores, la presión coyuntural sin responsabilidades de gobierno y, en suma, la opción por lo inestable para no adquirir compromisos y extraer, en cambio, beneficios según las circunstancias. Esta imagen mercantilista y victimista nunca cayó bien fuera de Cataluña y ha impedido una sincera y leal comprensión de nuestras reivindicaciones nacionales.
El programa mínimo consensuado por la izquierda catalana es toda una revolución pacífica, democrática y jurídica
Por el contrario, la estrategia del catalanismo de izquierda, desde los federales del siglo XIX hasta el acuerdo alcanzado ahora, ha consistido en garantizar la autonomía exigida mediante instrumentos jurídicos que aseguren la estabilidad y permanencia del autogobierno e incluso su perfeccionamiento y plenitud mediante reformas también jurídicas y, por tanto, garantizadoras de las nuevas cotas de poder autónomo. Tal estrategia implicaba el logro de alianzas estables con los únicos españoles suficientemente demócratas como para aceptar el principio de autogobierno de las nacionalidades. Desde Pi y Margall -de quien estos días recordamos el centenario de su muerte- hasta Pasqual Maragall, esa alianza se llama foedus o federación: unión libre por pacto constitucional entre personas, municipios, comunidades y estados, con vocación internacional y universal. Nuestra historia ha demostrado, en 1873, 1931 y 1978, que la democracia española -con todas sus limitaciones- ha sido fruto del impulso de la izquierda catalana con el apoyo de la hispana. Pi y Margall, Macià, Companys, Comorera, Reventós, López Raimundo, Barrera, contaron con federales, republicanos, socialistas y comunistas en los parlamentos españoles, y de éstos surgieron las constituciones federantes de las dos repúblicas y de la Monarquía republicana actual. Si tales normas jurídicas supremas no llegaron a su plenitud se debió a la abolición armada por las derechas (incluidas las catalanas) o el pacto por parte de estas últimas con Adolfo Suárez en el proceso constituyente de 1978.
Ha sido, pues, puro realismo político y gran memoria histórica la pretensión maragalliana de contar con el imprescindible apoyo del PSOE para avanzar hacia la plenitud federal de la Constitución. En este punto ha resultado muy propicio el ideario de José Luis Rodríguez Zapatero, cuya vocación federalista me consta fehacientemente por obra de su maestro, el profesor de Derecho constitucional Manuel García, cuya tesis doctoral dirigí hace 30 años.
Pero no menos realista y de memoria fiel ha sido la actitud de ERC y de IC-V al construir la unidad de toda la izquierda nacional alrededor de un programa de reformas de la Constitución y el Estatut que consolide durante varios lustros el autogobierno catalán, con el único apoyo que podía lograr en unas futuras Cortes y al que, merced a él, podría lograrse también de los restantes nacionalismos periféricos.
La inteligencia jurídica de todos los grupos implicados ha permitido imaginar fórmulas legales y procedimientos legislativos perfectamente viables porque de nuevo se cumple mi vieja máxima, tantas veces recordada a los políticos: cuando éstos se ponen de acuerdo, los juristas tenemos siempre soluciones para todo. Lo importante es la voluntad de actuar de acuerdo. El modo legal de hacerlo no es nunca un problema insoluble. Y eso vale, dicho sea de paso pero con gravedad, para el futuro pacífico del País Vasco.
La reforma constitucional del Senado permitirá en cadena una serie de cambios de legislación orgánica y ordinaria que transformaría el actual encaje dificultoso de las comunidades autónomas en el Estado y en el marco del futuro Estado federal europeo. Cataluña y otras nacionalidades serán verdaderos Estados, unidos por coordinación subsidiaria y flexible a través de organismos españoles y europeos, pero con plenitud de competencias en las materias que resulten ser exclusivas por conveniencia práctica de la población.
El programa mínimo que ha pactado la izquierda catalana es en sí mismo toda una revolución pacífica, democrática y jurídica que, de nuevo, impulsará la renovación de nuestro Estado plurinacional como en las coyunturas históricas que antes mencionaba. Se comprende que las derechas gobernantes en España y en Cataluña lo vean con recelo o con despecho e intenten desprestigiarlo y romper la alianza que lo funda. Pero es menos comprensible que el nacionalismo conservador, el mismo que en su día propició el pacto y la declaración de Barcelona con Xavier Arzalluz y Xosé Manuel Beiras, no quiera sumarse a un programa de autogobierno tan razonable como patriótico. ¿A tanto llega su dependencia del nacionalismo español, centralista y reaccionario? En fin, que intereses de corto vuelo o sectarismos personalistas no frustren un acuerdo histórico al que creo sinceramente que hemos de saludar con respeto, gratitud y esperanza.
J. A. González Casanova es catedrático de Derecho constitucional de la UB.
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