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Columna
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Producto interior

Un escritor intenta redactar su columna, su producto interior. No hace literatura. Escribe y calla. Mira por la ventana. Pasan nubes como si fueran moles espantables. Ya escribió hace unos meses otro artículo sobre estas mismas nubes que sin embargo ya no son las mismas. Hay que escribir, se dice, y hay de qué, y hay de quién.

Un niño intenta hacer girar una peonza. En los últimos tiempos, entre la crialería, se han vuelto a poner de moda las peonzas. Nunca supe lanzarlas, pero el niño me dice sin palabras que lo intente, que es sencillo. Lanza y calla y me mira mientras el escritor, que a lo peor soy yo, intenta redactar esa columna, ésta, su artículo del sábado. Me parece un milagro la peonza; un milagro el artículo que el escritor intenta redactar.

Un operario intenta apretar un tornillo. Aprieta y calla. Antes en esta tierra fabricábamos multitud de tornillos, toda clase de hierros y metales y chapas. Aún los apretamos, los tornillos, las tuercas. Un cocinero intenta ligar su bacalao. Cocina y calla. A lo mejor le acaban de otorgar una flamante estrella Michelín. Los vascos no dejamos de comer. No hay quien nos quite el apetito, nada puede con él. Comemos y callamos. Comemos y cantamos.

Una mujer vestida de uniforme intenta regular el tráfico rodado en el cruce de alguna carretera saturada del país de los vascos. Dirige y calla. El tráfico -no es ninguna metáfora- es la circulación sanguínea de nuestra sociedad. La vida fluye por las carreteras. También los asesinos.

Hace setenta años, Juan Ramón Jiménez le pedía a la diosa inteligencia el nombre exacto de las cosas. El columnista invoca sus palabras: artículo, peonza, niño, juego, tornillo, cocinero, cazuela, carretera, asesino. El escritor no tiene más remedio que llamar a las cosas por su nombre. Sabe que entre el variado producto interior bruto de su país están los asesinos. Mercancía molesta. Mirar hacia otra parte se ha convertido en un deporte olímpico en su ameno y sangriento país.

Matan, luego existimos.

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