Mayor autonomía con mayor responsabilidad
De la nueva Ley de Universidades, aprobada en el Congreso y ahora en el Senado, se ha dicho y escrito lo peor que se puede decir de una ley. A ello se han aplicado rectores (dicen que todos, pero sólo hablan pocos, unos con mensajes contradictorios y otros llamando a la insubordinación), partidos de la oposición y sindicatos, profesorado (dicen que la mayoría, pero la mayoría calla) y estudiantes (también dicen que la mayoría), pero muchas asociaciones apoyan la ley y las movilizaciones no son comparables con las de otras épocas recientes, calificando la nueva ley de retrógrada, inútil, desastrosa, involucionista, centralista, conservadora, reglamentista, uniformista, intervencionista, reflejo de una añoranza del pasado, elitista, controladora y antiautonómica. ¿Cabe decir algo más?
Sí que cabe, porque, no contentos con tan contundentes descalificaciones, acusan a la nueva ley de 'no tener en cuenta a las comunidades autónomas', partir de 'una concepción preconstitucional', intentar 'aniquilar el sistema universitario', recuperar 'figuras y esencias de la Universidad medieval y renacentista', 'cuestionar la autonomía de las universidades', propiciar la 'separación entre sociedad y Universidad', ser 'similar a un modelo de los años cincuenta', estar fundamentada en 'viejos prejuicios' y 'fórmulas de ayer', y no aportar 'más que problemas', representar 'un atentado al capital humano, la competitividad y el futuro del país', y una 'regresión histórica, social y política impresentable', una vuelta a la 'España profunda de charanga y pandereta'; contener 'artículos inconstitucionales', llevar 'al caos y la inestabilidad a los centros', no tener 'perspectiva europea' y estar 'condenada al fracaso'. Para rematar la faena, los responsables de educación de los dos sindicatos mayoritarios escribieron recientemente (EL PAÍS del pasado día 5) que se trata de una 'ley contra la Universidad', advirtiendo que la guerra es total y profetizando que 'no habrá un punto final con su publicación en BOE'. Se ha llamado a la 'unidad de acción contra la LOU', se organizan huelgas, movilizaciones y encierros para que la ley no siga adelante.
¡Qué barbaridad y qué dislate! Si la ley realmente es como dicen que es, uno se pregunta si no habrá sido obra de irresponsables y aprobada por forajidos que sólo buscan la perdición total del sistema universitario; si en lugar de catedráticos y titulares de Universidad, temporalmente elevados al rango de altos cargos, la ministra y sus colaboradores no serán agentes a sueldo de oscuros intereses; peor aún, si no habrán demenciado, y si los diputados que han dado su voto a tamaña barbaridad con nombre de ley estarán, en realidad, en el correcto uso de sus facultades mentales. Créanme: tras recopilar lo que se ha dicho y se continúa diciendo, cualquier persona puede terminar presa de espanto ante lo que la dichosa ley va a depararnos. Pero conociéndola, conociendo a quienes la han hecho y teniendo en cuenta quienes la han aprobado, no creo que podamos pensar de esta manera, ni creer que sus objetivos sean otros que los dispuestos en la exposición de motivos de la propia ley. Por mucho que la incontinencia verbal de los antirreforma haya alcanzado límites intolerables, no cabe colocarse a su nivel.
¿Y todo esto por qué? ¿Realmente es la ley tan perversa como dicen, o se trata de meras exhortaciones retóricas? Este diario anunciaba el pasado 4 de octubre que 'los claustros de 32 universidades manifiestan por unanimidad su oposición a la ley', llevándome a indagar si realmente no estaríamos ante una opinión casi universal, de modo que la LOU debiera desaparecer de nuestras vidas. Y encontré que el claustro de mi universidad, uno de los 32 mencionados, curiosamente no había manifestado tal oposición unánime, porque a la sesión en la que se debatió la ley acudieron sólo 70 de los 350 miembros que lo componen, y casi empatan en una reñida votación que aprobó el rechazo parcial de la ley por 33 votos contra 30 y siete abstenciones. Debe ser una excepción, pensé. Pero un colega me informó de que el claustro de su universidad rechazó el proyecto de ley en una sesión a la que asistieron 90 claustrales de los 360 que lo componen, y sólo unos 50 permanecían en la sesión cuando se aprobó, 'por unanimidad', su rechazo, y su universidad también figura entre las 32 citadas. De modo que tal vez la incontinencia verbal de algunos debería moderarse y dejar de utilizar vocablos como 'unánime', 'total' o 'ampliamente mayoritario' al referirse a lo que la comunidad universitaria, profesor a profesor, alumno a alumno y administrativo a administrativo, pensamos de la ley.
Debo estar ciego y todos los demás deben ser videntes, pero no acabo de encontrar tanta barbaridad como dicen en la nueva ley. Al contrario, coincido con muchos en que pudo ser mejor, pero también creo que ha sido todo lo buena que cabría esperar, dadas las circunstancias, y puede resolver muchos de los males que aquejan a la Universidad preservando sus muchos logros. Por ejemplo, puede dar al traste con la vergonzosa endogamia tantas veces denunciada y facilitar la movilidad del profesorado, permitiendo a cada universidad elegir entre los mejores. Y, lo que es más importante, creo que esta nueva ley contiene la novedosa fórmula de hacer responsable el ejercicio de la autonomía. Primero que nada, porque fortalece la autonomía de las universidades. Y no se puede decir lo contrario de una ley que permite seleccionar a sus alumnos y a sus profesores, pero que también evidenciará el acierto o fracaso en la elección mediante la evaluación que incorpora. De manera que podremos saber qué universidades se han preocupado de seleccionar a los mejores alumnos y profesores, y por ello ofrecen los mejores resultados, y qué universidades se han preocupado de otras cosas.
Repito: puede que esté ciego, pero en la LOU observo un aumento en la autonomía universitaria y un aumento en la responsabilidad, de manera que las alegrías demagógicas se verán reflejadas en los resultados de la evaluación docente e investigadora de cada institución, de igual forma que el sagaz y acertado gobierno se verán también reflejados en resultados de excelencia socialmente sancionados. De manera que, si una universidad cualquiera decide elegir rector al más mediocre o al más brillante de sus catedráticos (que se rodearán de un equipo a su imagen y semejanza), podrá hacerlo en el uso de su autonomía, pues basta con tener más votos que el resto de candidatos, pero sabremos igualmente los frutos de su gestión, no a través de un discurso anual autocomplaciente ante un claustro autocomplacido, sino a través de una evaluación de los resultados de su política universitaria, externa e independiente, justamente comparativa. Mayor autonomía, pues, pero también mayor responsabilidad en el uso de la misma.
Autonomía y responsabilidad forman un continuo de hechos que pueden espantar y soliviantar a quienes hayan gobernado las universidades a su antojo con la connivencia de los grupos de presión y camarillas de poder, sin haber rendido jamás cuentas a nadie que no sean sus propias bolsas de electores. Pero no tendrían que espantar y soliviantar a quienes responsablemente buscan el progreso y la competencia de su institución, su constante mejora y excelencia, y bueno sería que empezáramos a poder diferenciar entre unos y otros. Es otro modelo de Universidad lo que esta ley nos ofrece, con reglas de juego bien distintas y diferentes del actual 'café para todos', de modo que deberíamos tener claras las razones de fondo por las que algunos han desatado su furia contra ella.
Jesús Gil Roales-Nieto es catedrático de Psicología de la Universidad de Almería.
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