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Columna
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Los picadores

Mi madre siempre lo dice, lo barato termina saliendo caro. Lo dice ahora, y lo decía en los tiempos de las penurias cuando había que hacer filigranas con la economía doméstica. Esa máxima elemental es igualmente válida para las pequeñas cosas que para las grandes como es el caso de las obras en Madrid. En esta ciudad se ha improvisado demasiado y hemos gastado mucho dinero por no saber gastarlo bien.

Miren cómo tenemos las calles llenas de zanjas y agujeros. Es cierto que hay numerosas obras en marcha, pero, con ser muy molestos, no son los trabajos de ampliación del metro o la construcción de pasos subterráneos los que más contribuyen a hacer insufrible la vida en nuestra capital. Durante el año pasado, el Ayuntamiento concedió más de 11.500 licencias para levantar la vía pública, el 50% de las cuales fueron motivadas por averías. La mitad de las calles de Madrid fueron zanjadas en los dos últimos años, y el que viene no será mucho mejor.

Durante el año 2002 se abrirán en la ciudad un total de 550 kilómetros de zanjas, una longitud similar a la que separa Madrid de Sevilla. Y es que a las obras del municipio y la Comunidad y a las habituales de ampliación y mejora del Canal de Isabel II, Telefónica y las compañías eléctricas y de gas, se unen las del cableado que realiza Madritel. Estas últimas resultan particularmente lesivas para los ciudadanos por la enorme extensión que alcanzan. Su culminación supondrá un avance incuestionable en materia de telecomunicaciones para nuestra ciudad, pero la forma en que están siendo ejecutadas dista mucho de ser la conveniente y la convenida. Desde un principio se comprometieron a causar el menor impacto posible, aprovechando al máximo las obras previstas y los trabajos de otras compañías. También nos anunciaron el empleo de un topo mecánico capaz de horadar el subsuelo abriendo minitúneles por los que discurrirían las nuevas conducciones. Lo cierto es que el topo debe de estar cojo y la sincronización con otras empresas de servicios no está resultando tampoco muy eficaz. Por si fuera poco, los remates de las obras son, en general, bastante chapuceros, lo que irrita soberanamente al vecindario y al propio gobierno municipal.

La gente no es tonta y entiende que las obras en una ciudad son necesarias porque sin ellas, tal y como afirma el consejero Luis Eduardo Cortés, es una ciudad muerta; sin embargo, todo tiene un límite y Madrid lleva tiempo sobrepasándolo. La sensación que se transmite a los madrileños es que aquí cada uno levanta la calle cuando le da la gana y que no existe coordinación ni freno para los políticos, las constructoras y las compañías de servicios.

Un ejemplo clamoroso de lo que no se debe hacer es el proceder municipal en la Gran Vía, cuyas obras de remodelación comenzaron antes del verano. El Ayuntamiento anunció entonces que las obras serían realizadas por tramos con el objeto de molestar lo menos posible a los ciudadanos. Un magistral despropósito que mantendrá empantanada esa populosa avenida durante casi año y medio. En la circulación, una ley inapelable es la del embudo, y si hay que dejar la calzada en un solo carril por sentido, igual da que sean 100 metros que 500. Lo práctico hubiera sido aprovechar el verano para abordar toda la obra y empleando turnos de 24 otras despacharla en tres o cuatro meses. Ello es tan obvio que obliga a pensar que la fórmula escogida es la que más les convino a las constructoras y no a los ciudadanos.

Ese mismo criterio u otros similares son por desgracia predominantes desde siempre en las obras de Madrid. La afición por la improvisación y el parche es en gran medida responsable del aspecto lamentable que con carácter crónico presenta la ciudad. Aquí casi nunca se aplicaron soluciones definitivas como la construcción de galerías subterráneas visitables capaces de acoger todos los servicios. Cuestan mucho dinero, pero, a la larga, hubieran ahorrado cantidades ingentes de recursos porque permiten prevenir averías y hacen innecesaria la apertura de zanjas para arreglos o ampliaciones. Lo barato sale caro y, además, incomoda y afea el espacio urbano. Madrid podría ser una bonita ciudad si alguien pusiera un poco de orden entre tanto picador. Los madrileños nos merecemos ya un respiro.

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