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Tribuna:LUCHA ANTITERRORISTA Y SOBERANÍA NACIONAL
Tribuna
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El difícil recurso al Tribunal Penal Internacional

En la marea de consecuencias de los hechos del pasado 11 de septiembre se produjo la noticia de que, ante el horror de lo sucedido, los Estados Unidos iban a revisar su vigente postura de negativa a suscribir el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, a lo que habían venido resistiendo desde su creación. El problema del terrorismo, sin perjuicio de la cirugía militar en práctica, al parecer ha influido en el ánimo de los EE UU.

Las razones de esa resistencia nunca han sido claramente manifestadas, pero se pueden deducir de las explicaciones que confusamente se ofrecían; la principal de ellas era que no puede exigirse a ningún país que cercene la competencia de sus propios tribunales para juzgar un crimen, sea cual sea, y ceda la competencia a un tribunal supranacional, y eso se razonaba como justa defensa a ultranza de la independencia y de la soberanía nacional, traducida en la exclusividad e irrenunciabilidad del ius puniendi, todo con argumentos propios del siglo XIX. En coherencia con esa objeción, EE UU planteó condicionar su aceptación del Estatuto a que se aceptara como excepción que el Tribunal Internacional no podría intervenir si un tribunal norteamericano ya hubiera empezado a hacerlo -y es ciertamente sencillo encontrar una excusa para abrir un proceso, basta con decir que han golpeado a un ciudadano norteamericano-, con lo cual se dejaría a la voluntad de un solo Estado la llave de acceso a la jurisdicción supranacional. En el fondo, lo cierto era que la nación más poderosa no está dispuesta a perder el control sobre cómo nacen, perduran y se extinguen las dictaduras y las brutalidades que llenan nuestro mundo, y no está dispuesta por la sencilla razón de que en cualquier momento esas atrocidades pueden ser coincidentes con sus propios intereses estratégicos.

Mas llegó el 11 de septiembre de 2001. Una nueva y urgente necesidad de convocar a todas las naciones a la lucha contra un enemigo común, el terrorismo global, era coherente con la necesidad de reconocer políticas comunes y una justicia común. El último en pronunciarse en esa dirección ha sido Fox, presidente de México, quien ha dicho que Bin Laden, apresado, debiera ser llevado ante el TPI. Pero eso, con independencia de que sea una actitud comprensible y suscribible, no es tan sencillo. El reconocimiento del Tribunal Penal Internacional presupone la previa aceptación de que ciertos hechos han de merecer el calificativo de crímenes internacionales, y sus autores, prescindiendo de nacionalidades, de ellos o de sus víctimas, deberán ser sometidos a la jurisdicción del tribunal con el auxilio de todas las naciones que sostengan a ese órgano, y sin que puedan negarse a ello con invocaciones de la calificación de 'cuestión interna'.

Además, y no es poco, haría falta modificar el Estatuto de Roma a fin de incluir entre las competencias del TPI los delitos de terrorismo, salvo que se quisieran entender incluidos en el amplio concepto de crimen de lesa humanidad en la forma de asesinato generalizado o sistemático. Pero no parece fácil, y por eso lo adecuado sería la expresa descripción, como lo hace el Convenio Europeo para la Represión del Terrorismo -prescindiendo de los graves problemas que ha generado su interpretación-, mas eso a su vez daría paso a problemas de difícil solución, que se concentran en la decisión sobre la 'naturaleza' internacional o nacional del terrorismo.

En efecto, sería difícil de comprender que se distinguiera entre terrorismos 'nacionales' e 'internacionales' -cuyas respectivas definiciones serían muy difíciles- y dentro de estos últimos habría que diferenciar entre los terroristas y los Estados promotores o protectores del terrorismo. Cuando se ha dicho tantas veces que el terrorismo es una tragedia que se extiende por el mundo y no conoce fronteras, y que no hay terroristas buenos y con ideología y otros malos y crueles, es preciso ser coherente y obrar en consecuencia. Estamos acostumbrados a juzgar los problemas con una óptica nacional, y es preciso dar paso a esa contemplación supranacional, compartiendo ante todo la información y la estrategia. Pero si una vez se consigue eso se regresa al estricto nacionalismo para juzgar la consecuencia, será la difuminación de ese carácter internacional del terrorismo.

Surge entonces la pregunta natural: ¿estaría España, llegado el caso, dispuesta a renunciar a juzgar los delitos de terrorismo que se cometan en su territorio y entregar a los autores a la jurisdicción del Tribunal Penal Internacional ? ¿Lo estaría algún otro Estado? No lo creo, y si es así, se producirá una inevitable contradicción con la reiterada proclamación del terrorismo como problema de todos que entre todos hay que afrontar.

Llegamos así al meollo de la cuestión, que no es otro que la opción entre la reforma o la persistencia inmutable de las normas reguladoras de la competencia de los tribunales estatales para juzgar delitos. Actualmente muchas naciones se proclaman competentes para juzgar delitos, como el de genocidio, con independencia de que se hayan cometido en otro lugar. Se trata de una extensión de la jurisdicción nacional fruto de un compromiso internacional. Pero si un país asume el compromiso de creación de un tribunal internacional de esa especie acepta una tácita reducción de su jurisdicción penal.

Por último, creo importante advertir que un futuro deseable no se traduce exclusivamente en renuncias a competencias jurisdiccionales nacionales en favor de las supranacionales del Tribunal Penal Internacional, sino que eso es perfectamente compatible con la necesidad de acomodar nuestro propio derecho a las pautas que siguen otras naciones próximas a nosotros. Nuestro sistema legal desconoce todavía principios que son normales en otras legislaciones, como es el caso del principio de personalidad pasiva y el principio de justicia supletoria.

De acuerdo con el primero, la competencia de los tribunales españoles depende sólo de que la víctima o perjudicado por un delito grave sea español. De haber estado en vigor ese principio, por ejemplo, y pienso en un caso conocido, no hubiera habido problema alguno en declarar la competencia de los tribunales españoles para juzgar al autor del asesinato de un español cometido en el extranjero por un extranjero, como permite la legislación de Francia, Inglaterra o Suecia, en lugar de tener que acudir a complejas interpretaciones del delito de genocidio. A su vez, el principio de justicia supletoria permite juzgar a los tribunales de un Estado prescindiendo de la nacionalidad de los enfrentados, en todos aquellos casos en que no sea posible establecer el lugar de comisión del hecho, o bien cuando, aun siendo eso posible, sea patente que ese hecho no va a ser enjuiciado en ningún lugar.

Una combinación de renuncias e incorporaciones en materia de competencias jurisdiccionales podría marcar el futuro. Eso, si no se llega a la terrible conclusión de que los terrorismos se dividen en dos: los que han de ser combatidos con leyes, tratados y tribunales y los que no tienen otra receta que la guerra.

Gonzalo Quintero Olivares es catedrático de Derecho Penal.

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