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Columna
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La seguridad democrática

Josep Ramoneda

El problema de la izquierda es que a menudo tarda tiempo en darse cuenta de sus errores. Y cuando lo hace se va hacia el otro lado del espectro, se hace más derechista que la derecha. La historia de este país esta llena de ejemplos de este desplazamiento vectorial tanto en lo individual como en lo colectivo. Basta ver la alineación del PP para reconocer un buen montón de conversos que ahora son más propagandistas del capitalismo que Soros. Y basta repasar mentalmente algunas de las políticas realizadas por el PSOE cuando estuvo en el gobierno para convencerse de que se puede pasar muy rápidamente de la confusión de ideas al exceso de celo. En materia de seguridad, por ejemplo.

Vivimos en sociedades de riesgo y, en cambio, tenemos una ciudadanía más bien hipocondríaca

La izquierda vivió demasiado tiempo colgada de la idea de que la seguridad era una preocupación de la derecha. En política, estas vacilaciones acostumbran a cristalizar en clichés. Y la derecha ha sabido especular muy bien con la confusión de la izquierda, contribuyendo a expandir la idea de que en materia de seguridad la derecha es más eficaz que la izquierda. (Tenemos estos días en Francia un ejemplo elocuente: la crítica de la derecha y la presión de la policía están debilitando muy seriamente al Gobierno de Jospin con la inseguridad como argumento). De modo que la izquierda ha quedado en la peor situación: tiene fama de ser demasiado tolerante con la inseguridad y al mismo tiempo ha sido incapaz de definir los criterios de lo que tiene que ser una política de seguridad democrática. Y más incapaz todavía de hacer calar estos criterios en una opinión pública que en materia de seguridad pierde en seguida la jerarquía de valores y se deja arrebatar libertades y derechos con suma resignación.

Vivimos en sociedades de riesgo -con un grado de imprevisibilidad creciente, que es lo que más desasosiega- y, en cambio, tenemos una ciudadanía más bien hipocondríaca y temerosa de perder lo ganado, como es propio de ciertos niveles de bienestar. La izquierda ha tardado en darse cuenta de que la inseguridad cada vez persigue real y psicológicamente a una mayor parte de la población. Y de que los que tienen menos recursos son los que menos pueden hacer para protegerse. Thomas Hylland Erikson ha hablado de la actual crisis internacional como la crisis paranoide de la globalización. La cuestión de la seguridad se plantea en tres niveles: la seguridad geopolítica -el equilibrio de poderes en el mundo-, la seguridad civil -la que afecta a la vida cotidiana y hace posible que se pueda hablar de sociedad en su sentido civilizatorio e interrelacional- y la seguridad psicológica -la percepción que cada cual tiene, que suma datos objetivos con la inseguridad profunda de un ser cuya existencia se mueve, si se me permite la pedantería, en el desamparo ontológico.

La letra con sangre entra: por primera vez se ha entendido que globalización quiere decir que algo que ocurre a miles de kilómetros de distancia puede concernir directamente a nuestras vidas. El terrorismo internacional ha difuminado totalmente las zonas de seguridad: en todas partes se encuentran razones para considerarse objetivo. En pleno desconcierto por la súbita aceleración de la historia, el terrorismo internacional ha venido a aumentar la paranoia.

Entre los muchos efectos de la globalización en curso hay que señalar dos muy importantes para el tema de la seguridad: la globalización del crimen y los movimientos migratorios, que en algunos casos, como el de España, tienen carácter de novedad. La globalización del crimen, como ha explicado Kapucinski, ha sido la más efectiva y fulminante. La proliferación de redes internacionales por las que pasa el dinero negro, el tráfico de armas, el tráfico de personas y el tráfico de drogas, aprovechando unos años en que parecía que todo era posible, siempre y cuando se contara en fabulosos dividendos, ha sentado las bases que han permitido al terrorismo encontrar canales para dar el salto a la dimensión internacional. Se habla mucho del terrorismo islámico y, a mi parecer, lo importante es su carácter internacional. El islamismo es una de las coartadas ideológicas (no la única), su condición internacional es lo que ha cambiado realmente la dimensión de la amenaza. Y estas redes están entre nosotros, en ciudades y lugares de todo el mundo.

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Esta red de la criminalidad, antes que ser vehículo para el terrorismo, ha sido fuente de inseguridad un muchos países. Y lo es cada vez más. Se ha dejado hacer mucho y la existencia de un submundo ilegal contamina muchas cosas, empezando por la seguridad y por la justicia. El solapamiento de este submundo con el fenómeno migratorio (a través de las mafias que trafican con personas) facilita, además, su trabajo porque sirve chivos expiatorios sobre los que centrar la atención de la opinión. Los gobiernos de derechas (pero también algunos de izquierdas) han creído que las mafias traían dinero, que siempre es bueno, y que las peleas quedarían entre ellos y no afectarían a la ciudadanía. Y han dejado hacer. Ahora todo está tan imbricado que no se sabe por dónde hincarle el diente. Y se opta por lo fácil: vincular peligrosamente seguridad e inmigración. Con lo cual acaban pagando los parias que emigran para salir de la miseria y no las mafias que se enriquecen a su costa.

La cuestión de la inmigración es enormemente delicada. Maragall tiene razón cuando dice que una política de inmigración tiene que atender a aquellos grupos que sufren las consecuencias de la inmigración. Y éstos son fundamentalmente dos: los propios inmigrantes y las clases más desfavorecidas, que son los que entran en relación directa -a veces en competencia e incluso en conflicto- con los que vienen aquí y viven en sus barrios y luchan por un mismo trabajo. De modo que la relación puede ser vista como de inseguridad por una parte de la ciudadanía. Y la inseguridad provoca miedo. Atender este miedo forma parte de una política de seguridad. Alimentarlo y convertirlo en rechazo es una irresponsabilidad. Porque el miedo es racismo -o por lo menos xenofobia- en el momento en que trata al otro como enemigo y lo convierte en culpable de todos los males. A medida que se acerquen las elecciones se hará mayor el peligro de que algunos utilicen el miedo, porque demasiado a menudo los gobernantes están dispuestos a encender fuegos con tal de no perder el poder. La izquierda no debería dejar arrastrarse por estas tentaciones. Atender los miedos, sí; contribuir a la construcción del chivo expiatorio, no. Las clases populares, en un momento de cambios de referencia, necesitan más que nadie sentirse protegidas. Y esto no se hace sólo con policía.

Cuando se habla de política de seguridad lo primero que se piensa es en aumentar las dotaciones de las fuerzas policiales. Los que sueñan con el modelo americano, si quieren exportarlo, tienen que explicarlo entero: es decir, con la población penal más alta del mundo civilizado y con una policía que usa métodos que serían perfectamente rechazados en Europa. Trabajar por la seguridad significa muchísimo más que aumentar las policías públicas y privadas. Significa dar protección a quienes más la necesitan -ancianos, niños, mujeres amenazadas, inmigración explotada, etcétera-. Significa desarrollar políticas de bienestar para todos.

En el seguidismo de la derecha, la izquierda no se ha cuestionado nunca el recurso a las policías privadas. Cierto que, si la gente de dinero se paga la seguridad, los recursos públicos podrían destinarse a la gente que no se la puede pagar. Pero el resultado final son sociedades fragmentadas con barrios búnker en que la gente con recursos vive superprotegida y en el lado opuesto barrios sin ley en que las policías no se atreven a entrar. Y sin embargo, la proliferación de policías privadas cuestiona indudablemente el ejercicio por parte del Estado del monopolio de la violencia legítima. La izquierda tiene que ser capaz de diseñar una política de seguridad verdaderamente democrática, lo que significa dar un servicio público universal, que no deje de lado a ningún sector social. Y no olvidar que no hay libertad sin riesgo. Y que dado que la seguridad absoluta es imposible, hay que incorporar la idea de riesgo a nuestra cultura democrática, en vez dejarnos arrebatar derechos en nombre de la sacrosanta seguridad. La deriva de nuestras sociedades hacia el autoritarismo sería el mayor triunfo de la primera globalización conseguida: la del crimen.

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