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ANÁLISIS | NACIONAL
Columna
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Espirales de violencia

EN UNA RUEDA DE PRENSA celebrada tras su elección como presidente del Tribunal Constitucional, Manuel Jiménez de Parga expresó a título personal (abstracción hecha de que sus palabras pudieran comprometer objetivamente a los demás magistrados del órgano colegiado) el respeto que le merecía el ejemplar respaldo 'unánime' dado por las instituciones estatales americanas -incluido el ya célebre lehendakari de Oklahoma- a las medidas adoptadas por el presidente Bush en respuesta a los atentados terroristas del 11 de septiembre. La afirmación es incierta: no sólo el proyecto de la USA Patriot Act fue suavizado por el Congreso, sino que además 66 miembros de la Cámara de Representantes y un senador votaron contra el texto definitivo de la ley. La reciente orden ejecutiva presidencial de encomendar a tribunales militares -dentro y fuera del territorio de Estados Unidos- el enjuiciamiento secreto de extranjeros acusados de terrorismo, susceptibles de ser condenados a muerte tras un simulacro procesal sin garantías y sin derecho a recurso, no sólo ha sido criticada por asociaciones defensoras de los derechos civiles y por un periódico tan prestigioso como The New York Times: también ha levantado voces de protesta en el Congreso. Los medios de comunicación americanos continúan debatiendo, por lo demás, la legitimidad y el alcance de las restricciones a la libertad de información y de opinión en asuntos relacionados con el terrorismo.

La prisión dictada por Garzón contra presuntos miembros de Al Qaeda residentes en España confirma que un Estado de derecho puede combatir el terrorismo sin necesidad de medidas de excepción

Esas discrepancias -surgidas dentro de las instituciones estatales o en el seno de la sociedad civil- desmienten el supuesto apoyo unánime americano a las iniciativas presidenciales. Los críticos estadounidenses no infravaloran, sin embargo, la amenaza terrorista: los miles de muertos causados el 11 de septiembre, las 3.500 víctimas sacrificadas en el Ulster y los más de 800 asesinatos perpetrados por ETA en España son de imposible olvido. Los americanos discrepantes también creen que la democracia tiene el deber de proteger a los ciudadanos y su propia supervivencia.

Estados Unidos ha marcado el perímetro del debate: se trata de saber si las medidas extraordinarias guardan la proporcionalidad debida, afectan al contenido esencial de los derechos fundamentales y transgreden los valores y principios democráticos y liberales en cuya defensa se libra el combate contra el terrorismo. Los europeos -incluidos, claro está, los españoles- no pueden permanecer ajenos a esa discusión. El proyecto de ley enviado a los Comunes por Blair para posibilitar la detención indefinida sin mandato judicial de extranjeros sospechosos de terrorismo ha levantado ronchas dentro del Partido Laborista; si las emociones patrióticas del presidente de nuestro Tribunal Constitucional quedaron tal vez marcadas en su infancia por las películas del Far West de John Ford, la pasión bélica del premier británico sería deudora de Tres lanceros bengalíes.

Por lo demás, la prisión de ocho presuntos colaboradores de Al Qaeda residentes en España y la orden internacional de busca y captura de otros implicados en el mismo sumario, dictadas por el juez Garzón la pasada semana, prueban que el Estado de Derecho pone a disposición de policías, fiscales y magistrados instrumentos adecuados para luchar contra el terrorismo. Si bien las medidas de excepción pueden resultar indispensables en determinadas situaciones, otras veces ocultan los fracasos de los servicios de seguridad en el cumplimiento de sus tareas o facilitan al Gobierno una mampara multiuso para eludir el control judicial. Las situaciones de emergencia permiten a los sistemas políticos -aunque sean democráticos- rebasar las fronteras del Estado de derecho mediante el fraudulento recorte de las garantías constitucionales. Tal estrategia resulta criticable no sólo desde un punto de vista moral o jurídico, sino también por razones de eficacia; las provocaciones terroristas suelen perseguir la respuesta desproporcionada y a ciegas del poder capaz de poner en marcha la espiral de la violencia para su beneficio.

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