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Columna
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La música

Uno de los pocos momentos enternecedores de esta guerra sin piedad fue ver cómo los habitantes de Kabul se complacían volviendo a escuchar música en las radios. No había cambiado nada de importancia material en sus vidas pero la música en las ondas significaba la banderola de un nuevo porvenir. Ni siquiera podía saberse todavía si se trataba de un porvenir halagüeño, pero la música genera un entorno de festividad como si su presencia constituyera un blindaje contra la desdicha y las pistas de baile un círculo de acero contra la destrucción.

En el mundo occidental se ha entendido tan bien la aportación psicológica de la música que el ambiente general se encuentra intensamente musicalizado y la música omnipresente es un narcótico contra la idea de morir. Dentro de la masa musical se cambia el paso del tiempo por el transcurrir del ritmo, decae la cronología para convertirse en simple cadencia. O más aún: la música sustituye lo real por una abstracción incorruptible, libera de la matanza del reloj y en su lugar sitúa el benéfico compás de los instrumentos. La música es en fin una melaza en la que se desvanece la densidad de la carne y se libera de la consunción.

Lo que se va produciendo día tras día, desde la oficinas a los ascensores, desde los aeropuertos a las clínicas de los dentistas es un continuado hilo musical que nos sutura a la pervivencia perfecta. El mundo está suspendido así en un baile infinito, una velada sin fin, una fiesta que se alimenta sin cesar por un inagotable CD de álbumes musicales. La gran pasión de la juventud por la música tiene mucho que ver con la tolerancia intrínseca de la melodía. Porque la melodía es lo contrario de la constricción y opera como un líquido placentario donde se ablanda la voluntad y tras ella el duro ejercicio de la vida con muerte.

La música es vida eterna, una versión de la eternidad tras los lenguajes cifrados del pentagrama. Mediante sus notas la entonación de la atemporalidad traspasa el mundo y el cuerpo es seducido por esa simulación turbadora. Porque la música no acepta subordinarse al tiempo sino que posee su tempo interno, al punto que ingresar en ella es como abrazarse entre un baño primordial donde la felicidad regresa.

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