La escritura del fracaso
Si excluimos algún cuaderno aparecido en los años cuarenta y un Romancero a Martí editado durante su estancia cubana, el primer libro de poesía de José María Fonollosa (Barcelona, 1922-1991) se publicó un año antes de su muerte. Pero su silencio no fue voluntario, pues había enviado su obra a editoriales que la rechazaron y participado en concursos en los que nunca obtuvo galardón. Fonollosa fue, pues, un escritor deseoso de éxito, como tantos; sólo que, a diferencia de muchos, nunca sacrificó en el altar del triunfo su inalterable convicción estética, basada en el realismo interior y la sequedad estilística, caracteres que casan mal con el éxito y, si la poda retórica llega a afectar a órganos vitales del poema, incluso con la literatura. En esos largos años de sombra fue escribiendo su obra magna, Ciudad del hombre, repartida en los volúmenes Ciudad del hombre: New York (1990) y Ciudad del hombre: Barcelona (1996). Allí los sujetos anónimos de la urbe componen un mosaico de figurantes humanos en un territorio que no es ninguna de las ciudades utópicas, de Campanella a Le Corbusier, ni la 'ciudad muerta' simbolista, sino una megalópolis fragorosa contra cuyo skyline se recortan la soledad, la insolidaridad, el vacío.
DESTRUCCIÓN DE LA MAÑANA
José María Fonollosa DVD. Barcelona, 2001 96 páginas. 1.500 pesetas
El que ahora se publica es el único libro salvado de una trilogía que iba a titularse Soledad del hombre, y está prologado por José Ángel Cilleruelo. Escrito en su primera versión en 1955, Fonollosa volvió a él en ocasiones diversas, y sólo lo concluyó en 1988. La edición se cierra con tres cartas de épocas distintas sobre Destrucción de la mañana, impagables por lo que nos desvelan del autor y de su poética, dirigidas a una amiga de juventud, a José Luis Cano y a Pere Gimferrer. A lo largo de 42 poemas eslabonados narrativamente como una composición en partes, un hombre refiere sus derivas y pensamientos a lo largo de una noche, en una suerte de descenso a los infiernos. Reducida a escala, la secuencia argumental es la de una epopeya al revés. Alguien que, como el Albanio de la Égloga II de Garcilaso, se siente ajeno a su cuerpo y se arrellana en una derrota vital que acaba por creer merecida, tras salir de su casa entra en una sala de cine, deambula luego por las calles, se refugia en un bar donde se aísla de los conocidos para rumiar su fracaso literario, se despierta en la alta noche junto a una Venus callejera, reflexiona sobre un Dios que se ha vaciado de sentido. La ciudad que recorre está poseída por una angustia mucilaginosa que fluye por las aceras y penetra en los edificios. Cuando ese hombre y escritor frustrado regresa a casa, se espanta al contemplar su cuerpo en un espejo -la misma escena con que se inicia el libro- que termina rompiendo con los puños. Los versos finales nos lo presenta tumbado en la cama mientras examina cómo brota la sangre de sus manos, a las que se dirige piadosamente como si estuvieran desmembradas de su ser: 'Les sonrío a mis manos. Las levanto / y las uno. Las siento desvalidas. / Y atisbo cómo repta sigiloso / ese zumo tan rojo de la vida'.
Igual que Unamuno en el cierre de uno de los sonetos de su Rosario..., el sujeto sabe que 'toda vida a la postre es un fracaso'. Esta constatación se desglosa en temas colindantes como el anhelo insaciado del arquetipo amoroso, la disociación entre la conciencia y el cuerpo, el incumplimiento de sus expectativas literarias, el enmascaramiento de la realidad. El libro está escrito en endecasílabos blancos. La rigidez métrica, que abunda en contracciones rítmicas y otras licencias parecidas, condiciona una construcción áspera y sarmentosa. Impresiona la desnudez de un texto comprimido verbalmente, donde se han desmochado los adornos retóricos y mutilado metáforas y adjetivos. El resultado es un discurso emocionante y descarnado que va recorriendo, con más poesía que literatura, una necrópolis plagada de muñones existenciales y proyectos cortados a cercén.
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