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Columna
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Todo está oscuro

Se iba la luz y era igual que si se detuviera un río: de repente, en medio de aquel mundo de ojos inservibles y caminos borrados, todos guardábamos silencio y nos movíamos con cautela en la oscuridad, transformados por las sombras y la lluvia en misteriosas criaturas de la noche, en remotos seres submarinos.

Luego, se encendían las velas o los quinqués, las caras tenían una blancura de tumbas iluminadas por la luna y el olor del petróleo o de la cera se extendía por las habitaciones, les daba un olor a catedral y a barco perdido.

Eso pasaba hace mucho tiempo, en la época en la que cualquier pequeña tormenta era capaz de apagar generadores y fundir plomos, cuando las casas y los pueblos enteros se quedaban sin electricidad una y otra vez, en cuanto caían cuatro gotas, como siempre lamentaba alguien que se sentía cortado por la mitad lo mismo que una manzana, interrumpido en medio de una novela o un programa de televisión, con los cubiertos en el aire, a punto de empezar su cena.

Ahora, un apagón es una cosa tan rara que, cuando ocurre, se convierte en una noticia.

El otro día hubo un apagón en la ciudad de Madrid y miles de personas de los barrios de Argüelles y Moncloa, la plaza de España y la calle de Bilbao se quedaron un tiempo a oscuras, no mucho, pero sí el suficiente como para darse cuenta de que las tinieblas están tan cerca de la claridad como la muerte de la vida.

Es curioso, las ciudades modernas tienen ese aspecto invencible, esa forma de hacer ruido, moverse rápido e iluminarse a sí mismas que las hace parecer tan soberbias, tan poderosas; y, sin embargo, explota un simple motor y todo se inutiliza en un instante igual que el otro día, cuando se detuvieron los trenes, las escaleras mecánicas, los ascensores.

Todo se detuvo en esa parte de Madrid y yo leí la noticia en la ciudad de Nueva York, que es una ciudad que ha aprendido hace poco y de una forma brutal justo eso, lo sencillo que es ir de la muerte a la vida.

Precisamente en Nueva York, mientras se apagaban las luces de Madrid, se encendieron los focos del Madison Square Garden para que cantara Bob Dylan; pero allí, en el corazón de la ciudad, tan cerca de los escombros y de las banderas patrióticas que hoy enrojecen el cielo de los Estados Unidos, el valiente Dylan no cantó lo que quizá esperaban muchos, sino una canción contra la guerra en la que un soldado mutilado le explica a su madre que lo único que se puede aprender en un campo de batalla es que en los ojos de tu enemigo hay el mismo miedo que en los ojos tuyos.

El público que abarrotaba la enorme sala escuchó la canción sobrecogido y al final, aunque hubo algún abucheo, la mayoría ovacionó a Roberto Zimmerman, alias Bob Dylan.

Creo sinceramente que esa ovación significa que los neoyorquinos han aprendido algo ahí abajo, mientras estaban en la oscuridad.

Hubo un apagón en Madrid y quizá de ese apagón pueda salir una pregunta oportuna.

La pregunta es la siguiente: ¿Y si no fuese tan malo pararlo todo de vez en cuando, apagar los motores y que cesaran los focos, la velocidad, el ruido?

Quizá ser feliz no consista en correr, sino en pararse a tiempo.

Quizás esa noche, a oscuras, por un instante, todo se vio mucho más claro.

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