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Columna
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¿Cambio de ciclo?

El anterior fue a principios de los años setenta. Tras varias décadas de expansión, la economía capitalista iniciaba un período de incertidumbre cuyo primer síntoma fue la caída de la productividad. Después vino una inflación desconocida, la menor actividad económica, y la crisis fiscal del Estado. El shock petrolífero se encargó de rematar la faena y de amplificar la crisis a todos los sectores y países. Paralelamente, el esquema de cooperación económica internacional surgido tras la segunda guerra mundial comenzó también a resquebrajarse desde que el presidente Nixon anunció al mundo, en 1971, el fin del patrón monetario vigente y la no convertibilidad del dólar, iniciándose el período de los tipos de cambio flotantes y una inestabilidad creciente en el sistema financiero internacional. El sueño de la bonanza de postguerra había muerto, lo que algunos aprovecharon para enterrar rápidamente las ideas de quien más había contribuido a fundamentar el modelo: John Keynes.

Los enterradores venían al galope, enarbolando la bandera neoliberal y gritando a los cuatro vientos que había llegado el momento de acabar con el intervencionismo estatal, con los impuestos que desanimaban la inversión privada y con las leyes que regulaban el funcionamiento de los mercados. Ante el estupor de los sectores bienpensantes de la época, que habían defendido las bondades del llamado Estado del bienestar, los nuevos gurús ocuparon rápidamente el espacio intelectual y político sin apenas encontrar resistencia. El pensamiento entonces oficial no tenía respuestas a las preguntas suscitadas, ni alternativas concretas que proponer. En pleno desconcierto de los socialdemócratas y asimilados, los conservadores fueron aupándose poco a poco a los gobiernos de muchos países. Reagan, Tatcher, Kohl, se apresuraron a poner en práctica las recetas elaboradas en los círculos neoliberales de Chicago y otras universidades, empezando por el control de la política monetaria y siguiendo por un amplio abanico de medidas liberalizadoras: privatizaciones, ajustes, menores impuestos, flexibilización laboral, disminución del gasto público, liberalización del movimiento de capitales, etc. Con el paso de los años, los socialdemócratas accedieron de nuevo al gobierno en algunos países pero, huérfanos de ideas, asumieron el grueso del discurso de sus predecesores.

En todo este tiempo, las desigualdades han crecido vertiginosamente tanto a escala mundial como en el interior de la mayoría de los países; la desprotección social ha alcanzado proporciones desconocidas desde varias décadas atrás; la inseguridad financiera se ha hecho mayor; algunos problemas medioambientales se han escapado de control; y la violencia y los conflictos sociales no han hecho sino aumentar. Todo ello a mayor gloria del mercado. Pero de pronto, un hecho aparentemente puntual, pese a su envergadura, como el brutal atentado del 11 de septiembre, parece devolvernos a la realidad. La orquesta deja de tocar y el baile se detiene. Todos miran aturdidos alrededor en busca de una respuesta. Pero, ¡ay!, nadie parece ahora tener la varita mágica.

El jefe Bush decide que es la guerra del bien contra el mal y que no hay más alternativa que la huida hacia adelante. La lucha contra el terrorismo puede servir de paso para recortar la libertad de criticar y permitir así, paradójicamente, un funcionamiento más libre del mercado. Ahí está si no el ejemplo chino: ¡qué envidia les produce a algunos las oportunidades que ofrece el capitalismo en ese país!

¿Empieza un nuevo ciclo en la historia del capitalismo? ¿Nos adentramos definitivamente en la era del mercado sin democracia ni derechos humanos? Quizá. Pero también cabe una lectura menos pesimista. Tal vez el 11 de septiembre haya puesto en evidencia muchas cosas que no queríamos ver. Y reconocer la realidad es el primer paso para empezar a cambiarla. Puede que nos encontremos ante la posibilidad de volver a ponerle las bridas al mercado y de encarar el futuro desde la primacía de los derechos humanos. En todo caso, ya nada será como antes.

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