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Columna
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Miedo a volar

Han caído un avión y Kabul, y ambas caídas resumen la historia reciente, al menos la de los últimos dos meses. Que cayera un avión significaba reabrir el pánico, hacer presentes los actos de terror. La muerte de la tripulación, de los pasajeros y de quienes fueron atrapados en tierra se hacía más muerte porque podía haber sido infligida voluntariamente. El terrorismo volvía a manifestarse y con tal fuerza que subsumía la propia realidad del accidente: puede que la caída del Airbus no se debiera a una intervención terrorista pero podría haberlo sido. Poco a poco se ha ido instalando en las conciencias una terrible metáfora que hace del avión, del volar, no ya un riesgo de atentado, sino el atentado mismo. Desde el preciso instante en que se instala el miedo a volar, dando un inesperado sesgo al viejo éxito -por llamarlo algo- de Erica Jong, se produce el efecto buscado por los terroristas: que se tema a todo y a lo imprevisto.

La caída de Kabul ha sido en realidad un efecto secundario de algo que se llamaba guerra contra el terrorismo. Tardó en emprenderse, lo que parecía denotar buen juicio, comenzó con los típicos bombardeos quirúrgicos adobados esta vez con alimentos, pero dejó asomar muy pronto dos efectos indeseables: las bombas educadas en los mejores colegios mataban tontamente a civiles y la ayuda humanitaria llovida del cielo producía otro efecto bomba, porque la cogían los más fuertes para especular con los más débiles. Entre tanto, las misteriosísimas y superprestigiosas unidades de élite del ejército estadounidense demostraban que sólo saben hacer películas. En el terreno diplomático todo ha sido garantizar apoyos para la intervención armada masiva y muy poco -al menos muy poco con resultados tangibles- preparar el postoperatorio. De hecho, ya hay antitalibanes que no quieren ninguna injerencia en sus asuntos, demostrando no haber entendido que deben su suerte a una injerencia.

¿Pero quién les convencerá? Resultaba patético ver a Bush ordenando a la Alianza del Norte que no entrase en Kabul, como si las fuerzas que están sobre el terreno pudieran reconocerle alguna autoridad. Cuentan los enviados especiales que los muyahidin están muy agradecidos a los EEUU aunque no tienen ni idea de por qué les ayudan. Un país de señores de la guerra como es Afganistán tal vez hubiera entendido mejor que esa ayuda hubiera dejado las alturas para materializarse en una presencia de carne y hueso. Visto el sesgo que tomaban los acontecimientos, quizá hubiera resultado prudente destacar una fuerte avanzadilla internacional a fin de que llegase primero a Kabul y pudiera sentar las bases para que la diplomacia dejara claro qué clase de gobierno plural e inequívocamente comprometido con las libertades estaba dispuesto a consentir para que no volviesen a reproducirse los desmanes y masacres que sucedieron a la retirada soviética.

Ahora todo será mucho más difícil. Quienes han entrado en Kabul podrán alegar su propio esfuerzo y hacerlo valer ante los exiliados que han seguido las operaciones desde lejos y, sin embargo, quieren formar gobierno. En resumidas cuentas, se están incumpliendo prácticamente todas las condiciones que el sentido común ponía a la intervención para hacerla admisible. Si los talibanes se concentran en algún bastión como parecía Kandahar y ofrecen batalla en masa puede que queden borrados de la faz de la tierra. Si se entregan deberán evitarse las terribles represalias que estamos viendo, aunque no se sabe cómo sin una fuerza de interposición.

En cuanto a Bin Laden, puede que siga sobre el terreno alentando la resistencia guerrillera de las montañas o puede que esté organizando su insidiosa venganza desde algún rincón del ancho mundo; en cualquier caso representará la llama que alienta el terrorismo y que, como ya se sabía desde el principio, no iba a caer con Kabul. Se trataba, en último término, de una lucha en el terreno simbólico, que parece que se ha perdido porque no se ha logrado la captura del símbolo mayor y porque los terroristas han logrado sembrar el imaginario mundial de miedo al aire, al correo y a casi todo. Y han conseguido que países que inventaron la democracia estén poniéndole recortes. ¡Bonita cuenta de resultados!

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