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Reportaje:

El Museo del Ejército pone a salvo sus banderas

Trasladadas a una nave-almacén de Joaquín Costa novecientas de sus 2.300 enseñas centenarias

Son tan finas como las alitas de una mariposa. Podría pensarse que apenas un soplo pudiera desbaratarlas de una vez o pulverizarlas en diminutos fragmentos transparentes. Pero no. La mayor parte de ellas ha resistido con entereza el paso de un tiempo medido en centurias. A veces, hasta quinientos años. Son las banderas históricas, españolas y extranjeras que el Museo del Ejército atesora en su recinto palaciego de la calle de Méndez Núñez.

Pese la dulzura con que exigen ser tratados estos textiles -sacrales para unos, meros trapos para otros- las 2.300 enseñas, estandartes, pendones, banderines y guiones del museo asistieron a episodios irrepetibles: atroces escenas de guerra; homenajes de gloria; fastos impares.

'Su depósito nada tiene que ver con el traslado a Toledo del Museo' asegura su director

Hasta ahora, esas banderas cuajadas de historicidad ocupaban muros y paramentos, incluso los techos del único ala del palacio del Buen Retiro que Madrid conserva desde el año de 1630 en que fuera edificado. Pero el pasado mes de julio comenzó la retirada de muchas de esas banderas de las salas que ornamentaban y de su exhibición al público. Es para salvarlas de una erosión que técnicos consultados consideran inexorable. 'Si no actuábamos velozmente, las perdíamos para siempre', asegura Ana García Martín, restauradora especializada en textiles, que forma un equipo de tres personas para su salvaguarda.

Las banderas por salvar son las que se hallaban a punto de sucumbir repletas de polvo y muy dañadas por la luz y la humedad de décadas. Presentaban un aspecto inquietante: desgarros, lamparones, manchas, huecos o perforaciones en sus tramas y urdimbres; tejidos desteñidos cuya riqueza cromática primigenia mostraba los estragos y la usura del tiempo. Moharras, astas y regatones, esto es, puntas, mástiles y pies, heridos de vejez .

Ahora, Ana García Martín, María Jesús Jiménez y Elena Hernández, las tratan mimosamente: en ocasiones, solo las limpia, aunque mediante complejos procesos de microaspiración; en casos necesarios, consolida sus espacios faltantes con piezas de naturaleza y colores parejos a los del textil dañado; cuando las circunstancias lo exigen, acomete su restauración 'siempre con criterios respetuosos', dice. Luego, su equipo data las banderas con rotuladores de acidez neutra y las almacena en planeros de aluminio y cristal de tres tamaños, según las dimensiones de las enseñas. 'Todo el proceso se verifica con procedimientos que permitan a las generaciones venideras identificar, mediante observación atenta, dónde se halla el fragmento añadido o la superficie restaurada' añade García Martín.

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De la puerta principal del palacio que edificara el Conde-Duque de Olivares para su valedor, Felipe IV, desciende una escalinata cruzada por una verja de hierro. Allí espera un gran camión para portes especialmente delicados. Poco a poco, algunos operarios van depositando en su interior hasta treinta embalajes de madera de 4 metros de longitud por 1 metro de fondo. Adentro, ya embutidas en textiles nobles de color blanco, comienzan su viaje las banderas. El camino del camión lleva hasta una nave de la calle de Joaquín Costa, cedida al museo como almacén por la Escuela Politécnica del Ejército. Fue habilitada con un presupuesto de 140 millones de pesetas. Con 49 pasos de profundidad, por 46 de anchura y seis metros de alto, mantiene condiciones estables de temperatura: 22 grados centígrados y un 40% de humedad. 'Al menos 900 banderas aquí ya están a salvo', sonríe un operario.

A juicio del general de brigada José A. Rivas Octavio, director del Museo del Ejército, la sede-palacio de Méndez Núñez conserva 30.000 fondos. Además de las banderas, arte suntuario, armas, condecoraciones y uniformes, así como maquetas de fortificaciones, soldaditos y miniaturas -la más pequeña, un cañoncito de apenas 3 milímetros- al igual que planos, documentos y fotografías. 'Uno de los mejores museos de historia militar del mundo', subraya. ' Pero, desgraciadamente, este recinto no fue el mejor lugar para la conservación de las banderas, porque la luz, el polvo, la humedad de siglo y medio de estadía aquí han dañado grandemente a muchas de ellas. He ahí la única causa del traslado', agrega el general Rivas Octavio, que sale al paso de quienes lo creen el preludio obligado del traslado del museo madrileño al Alcázar de Toledo. 'Se trata únicamente de salvar las banderas de una muerte que su continuidad aquí aseguraba', remarca.

Vitrina de banderas del Arma de Infantería en el Museo del Ejército.
Vitrina de banderas del Arma de Infantería en el Museo del Ejército.MARÍA MORENO

Ricamente tejidas, plenas de historia

Una de las enseñas más antiguas que posee el Museo del Ejército es el pendón de la Santa Hermandad de Toledo. Fue ricamente repujado en oro sobre seda verde con escudo diagonal toisonado y flecos, en 1517. Una leyenda, probablemente apócrifa, dice que en su juventud toledana portó tal pendón el poeta-soldado Garcilaso de la Vega, antes de su segunda muerte en 1536 en el sitio de Muy. El corazón de quien escribiera '...verdes prados de fresca sombra llenos...' había expirado tres años antes en otra aún más dolorida batalla: la muerte por sobreparto de su amada, Isabel Freyre. Pero la joya más singular del museo es el pendón con el que Hernán Cortés guerreó en Tenoctitlán. En el legado del Ducado de Medinaceli al museo se halla un fragmento del guión que Juan de Austria exhibiera en la batalla de Lepanto contra el Turco. Numerosas son las banderas blancas, con la cruz de Borgoña, tratadas para su restauración y consolidación. Pertenecieron a regimientos formados a fines del siglo XVIII o bien durante la Guerra de la Independencia contra la ocupación francesa. Algunas flamearon al frente de unidades de voluntarios suizos, irlandeses y escoceses. Las hay procedentes del desmantelamiento del Imperio español; del nacimiento de las nuevas nacionalidades americanas; incluso, arrebatadas a los ingleses en Pensacola, en territorio norteamericano, o en el Mahón por ellos retenido en el siglo XVIII. Hay asimismo banderas procedentes de los Inválidos de París, allí llegadas desde los Sitios de Zaragoza. Guarda enseñas rojigualdas empleadas a partir de 1843, año del decreto sobre su uso, más otras tricolores, republicanas.

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