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Crónica:EL DOLOR Y SUS NOMBRES
Crónica
Texto informativo con interpretación

Cartografía de una amenaza

El dolor, como el ser, se dice de muchas maneras y esos diversos modos de mentarlo intentan dar consistencia a su carácter elusivo e inefable. Pensar nuestra condición doliente, incluso aliviarla, como ha terminado por admitir la medicina contemporánea, nos obliga a una reflexión sobre los límites y posibilidades del lenguaje, sobre su sorprendente eficacia simbólico-terapéutica. Nuestros sufrimientos resultan ininteligibles sin nuestras interpretaciones, pero a su vez nuestra exigencia de sentido sería menos perentoria sin una vida tan abundante en males. Desde que el animal humano articuló el grito y entonó el treno se le abrió tanto la expectativa de cantar e interpretar como de enmudecer y desesperar. Seguir la crónica de la especie humana desde las más remotas épocas pre-anestésicas nos revela cómo las diversas culturas han inventado un rico acervo de técnicas para comprender y, por ende, soportar el daño, la pérdida o el fracaso. Los recursos simbólicos ingeniados por una cultura tienden a protegernos frente a ciertas situaciones límite provocadas por la naturaleza y la historia, en particular ante tres experiencias elementales que representan una amenaza permanente para la supervivencia de toda comunidad humana, a saber: la angustia ante lo inconcebible, el dolor agudo o crónico y la experiencia del desafuero. Se trataría, como ha señalado el antropólogo Clifford Geertz, de una transgresión de los límites de nuestras capacidades cognitivas, de los umbrales de nuestra resistencia psico-física y de las esperanzas de nuestra razón práctica.

La secularización occidental debilitó su carácter religioso, pero el dolor sigue siendo un acto de conocimiento
'El torturado no cesa de asombrarse de todo aquello que llamamos alma, conciencia o identidad', dice Jean Améry

Desde los orígenes religiosos de la cultura hasta la invención del género filosófico de la teodicea, estos tres desórdenes de la razón y del cuerpo formaron un trío de males que se exacerbaban mutuamente. La misma fundación de la metafísica como género consolatorio arraiga antropológicamente en este triple desafío a nuestra fragilidad originaria, sobre la que se cernía el azar, la enfermedad y la muerte. En este sentido, mitos y filosofías han urdido relatos donde integrar el dolor en un orden cosmogónico de deidades o en un sistema de principios, han imaginado, con mayor o menor éxito, el mal como un demonio exorcizable por técnicas chamánicas o como un signo descifrable por técnicas hermenéuticas. La peculiaridad de la ficción metafísica residiría en que pretende asegurarnos contra el dolor con pólizas de seguro que estipulen garantías de verdad y certidumbre con mayor fundamento que el ritual mágico. Impulsado por su afán de salvar el alma con toda una farmacopea de remedios conceptuales, el filósofo compite con el mago y el sacerdote, con el bardo y el poeta trágico, con el médico y la bruja. Así, por ejemplo, sin renunciar a curanderos o a cultivadores del arte hipocrático, el ciudadano ateniense podía afrontar su angustia ante el dolor y la muerte en el foro de la tragedia o en la consulta del filósofo. Ya el Pseudo-Plutarco atribuye a Antifonte la paternidad de una técnica para apaciguar la aflicción mediante la palabra, una tekhne alypías. Al parecer, el sofista ofrecía servicios retóricos a sus pacientes y clientes en Corinto, en un despacho cercano a la plaza pública. Aunque la tentación sea grande, cometeríamos un anacronismo si quisiéramos ver en esta singular figura un antecedente del psicoanalista o del escritor de manuales de autoayuda. Lo que nos interesa resaltar es que ya en el ágora no se piensa el mal físico como una dolencia curable por gracia divina, sino por cierta destreza humana, en particular por una acción persuasiva ejercida sobre el ánimo afligido. Sin embargo, en la misma época, el coro de la Orestiada celebraba el dolor como dádiva divina, cuya justicia, según canta el Himno a Zeus, desbrozó a los mortales la senda hacia la sabiduría. Esquilo y Antifonte aportan pues dos claves para comprender el origen de nuestra concepción occidental del dolor antes incluso del triunfo del cristianismo. Reducido a técnica, el verbo divino se torna logos humano y la providencia se muda en previsión con poder suficiente para mitigar el mal sin el concurso de Dios.

Como ha sugerido el filósofo

Emanuel Severino, tanto la tragedia griega como la metafísica de raíz judeocristiana participan de un presupuesto común: el saber salvífico es aquél cuya verdad genera poder para anodinar el dolor que sobrecoge el ánimo y turba la previsión. Haciéndole sentir su finitud cada vez que erraba por desmesura, el dolor trágico ubica al mortal en el orden cósmico, indica su lugar natural con toda la fuerza de su gravedad. Con el cristianismo, el penitente aspira a sentir la presencia divina en la pena así como el Motor Inmóvil, antaño gozoso en su perfecta indolencia, se torna sensible en la crucifixión. La exégesis más expiatoria cifra en las llagas del pecador el estigma de su corrupción moral. Como corresponde a criaturas expulsadas del jardín de las delicias, el sufrimiento habla con autenticidad sobre el desgraciado estado de los descendientes de Adán y Eva, sobre su caída originaria. Tal fue el trasunto religioso de las ordalías medievales transformadas posteriormente en métodos judiciales de tortura para arrancar al acusado la confesión de su más oculta verdad.

Si bien el proceso de secularización occidental debilitó, en parte, la antigua potencia religiosa del dolor, éste aún logró conservar, bajo diversas figuras, su capacidad de compensación como acto de conocimiento. Así la modernidad filosófica juzgó necesario que el sujeto escribiera su biografía a partir de la experiencia del dolor -como forjador de la identidad y despertador de la conciencia, la eticidad o el poder-, en vez de abandonarse al placer, finalmente desterrado al limbo de la improductividad regresiva. Veamos algunos ejemplos representativos. Locke interpreta el desasosiego como acicate de toda industria y acción. Kant concibe el sentimiento doloroso provocado por el cumplimento del deber como un signo de nuestra dignidad moral y considera que la oposición al principio de placer, propio de la heteronomía infantil, nos hace conscientes de nuestra madurez y autonomía. Incluso alabó la sabiduría de la naturaleza por haber introducido el dolor como aguijón de la actividad, sin el cual nos adormeceríamos en un nirvana letal. Definido como contradicción sentida, el dolor hegeliano subjetiviza a la sustancia que cobra autoconciencia de su libertad. El padecimiento nos debería iluminar, según Schopenhauer, sobre la esencia maligna del universo e incitar a una negación de la cruel voluntad de vivir. Además de repartir rangos, el dolor nietzscheano confiere acceso a intuiciones dionisiacas insoportables para el rebaño o para el último hombre. Como epílogo a esta sucinta historia de las sublimaciones de la condición sufriente, el dolor ya no se objetiva en saber positivo, tan sólo nos recuerda que sufrimos amnesia (olvido del ser) o se presenta como cifra de la no-verdad (desmemoria social). Si el cristianismo hurgaba en las úlceras el síntoma de una culpa, la dialéctica de Adorno descifra las heridas del sujeto estético como negativo de la verdad, mientras en su interpretación de la poesía de Trakl, Heidegger piensa la diferencia ontológica como desgarro y juntura, como umbral misterioso de lo verdadero, como dolor inaccesible tanto a la metafísica cuanto a la técnica.

Aceptar el dolor, dijo otro poeta suicida, supone reinventar una alquimia para transfigurar la escoria en otro. Sin embargo, es harto probable que quien padezca violencia o enfermedad acabe por no reconocerse cuando el filósofo alambica su experiencia en la alquitara conceptual. Por su autoextrañamiento y soledad, por su impotencia como sujeto activo y como hablante, por su pérdida de hogar y de mundo, la víctima clavada a su cuerpo suele sentirse más cercana a las crónicas literarias que renuncian a la piedra filosofal y se contentan, empeño nada baladí, con dar voz a las historias de vulnerabilidad. 'Gritaban a veces de noche por su monstruoso padecimiento, más allá del concepto de dolor', cuenta Thomas Bernhard al rememorar su estancia en una sala de enfermos desahuciados. O como escribió también Jean Améry en Más allá de la culpa y la expiación: 'El torturado no cesa de asombrarse de que todo aquello que, según los gustos, llamamos espíritu, alma, conciencia o identidad se anonaden cuando las articulaciones del húmero se quiebran y astillan'. A la postre, por más que la realidad del sufrimiento no sea ajena a la historia de sus múltiples racionalizaciones, y que cada cual tenga derecho a explicarse su propio padecer como mejor guste, el dolor del prójimo, gratuito e injustificable, reclama nuestro máximo respeto y cuidado.

Enrique Ocaña es autor del ensayo Sobre el dolor (Pre-Textos. Valencia, 1997).

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