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Unidad o barullo

Comencemos por rendir tributo a lo evidente: ni por su concepción filosófica de España, ni por su concepción política del Estado, el PSOE no es igual que el PP; no lo ha sido en una perspectiva histórica -bastaría recordar la actitud de los socialistas durante el debate parlamentario del Estatuto catalán de 1932, bien distinta de las de la minoría agraria, el diputado Alfonso García Valdecasas u otros predecesores de la actual derecha popular; no lo es hoy: Rodríguez Zapatero está lejos de ser, en esta materia, un clónico de Aznar.

Y, sin embargo... Sin embargo, el PSOE no sólo sufre a menudo la lucha interna entre sus dos almas, la girondina y la jacobina, sino que además aparece con frecuencia prisionero de una transversal cultura política española que, acuñada fundamentalmente por esa derecha casi siempre hegemónica, ha convertido la unidad en un fetiche, en un tótem. La unidad de España, por supuesto; pero también la interpretación unilateral y única de la Constitución, la unidad de planteamientos y de discursos en el seno de cada uno de los grandes partidos estatales, la unidad de posturas entre las distintas comunidades autónomas de un mismo color político. Una unidad uniformista, cuartelera y empobrecedora.

Desde su misma llegada al poder, en todo caso desde la entrada del PSOE en las turbulencias del posfelipismo, el Partido Popular ha tenido en esta cuestión una de las armas más eficaces para mantener a la oposición acomplejada, moralmente cautiva, obligada a justificarse y a dar explicaciones. Y, puesto que el filón le ha dado tan buenos réditos, la derecha insiste en explotarlo, a menudo con la complicidad objetiva de ciertos portaestandartes del jacobinismo de izquierda.

Así, ¿qué es lo que está sucediendo con la última y audaz tentativa de Pasqual Maragall por introducir en la cultura del socialismo español los valores de un federalismo genuino, de abajo arriba, y adecuado a la realidad peninsular, es decir, forzosamente asimétrico? ¿Qué sucede, para ser más precisos, con la propuesta de mejora del autogobierno catalán que el Partit dels Socialistes (PSC) está redactando junto con Esquerra Republicana e Iniciativa-Verds? Pues ocurre, en primer lugar, que la intención de reclamar la reforma del Estatut y de la Constitución ha provocado la alarma de los guardianes de determinadas esencias, de modo que José Borrell instó y obtuvo la pasada semana de la dirección socialista en Cataluña un plazo adicional de estudio y debate sobre el particular; una demora que sólo puede desembocar en el recorte, en la rebaja de los planteamientos iniciales, según ya ha comenzado a trascender.

Al mismo tiempo, la cúpula del PSOE -rehén en esta materia de los dictados de La Moncloa y, por tanto, pillada en falta- ha comenzado a tirar de las orejas a Maragall, a pedirle paciencia, moderación y cordura, a advertir que la única reforma constitucional admisible es la del Senado, a construir cortafuegos que impidan la peligrosa extensión de las tesis maragallianas al País Vasco o a Galicia, a negar la supresión de las delegaciones del Gobierno en las autonomías, o la presencia directa de éstas en la Unión Europea... El mensaje que la calle de Ferraz trata de transmitir frente a los movimientos del presidente del PSC lo resumía a la perfección un titular periodístico del pasado martes: 'El PSOE convoca a los barones para uniformar el discurso autonómico'.

Tales esfuerzos por acoplarse al pensamiento único estatalista, empero, no han evitado que el PP siga hurgando en la imaginaria herida del barullo, que siga explotando la teoría según la cual la pluralidad de puntos de vista que se expresa dentro del socialismo español es un síntoma de desorientación y de esquizofrenia, y el atrevimiento de Maragall al plantear sus demandas sólo se explica por la debilidad del liderazgo central, por 'la incapacidad de Rodríguez Zapatero de impulsar un proyecto cohesionador para toda España', en palabras de Alberto Fernández Díaz.

En febrero de 2000 y como parte de la campaña para las inminentes elecciones generales, el PP distribuyó el número 4 de El Periódico Popular, cuya contraportada ocupaba una especie de historieta de política ficción. Se veía en primer lugar el acceso al palacio de la Moncloa, rotulado también como 'Palau de la Moncloa', y luego la entrada a la 'Sala del Consejo / Consello / Consell de Ministros / Ministres'. Un breve texto ponía al lector en situación: 'Viernes 7 de abril del año 2000. Proximidades de Madrid. (...) Toda la ciudad parece estar en calma... ¿Toda? Bueno, parece que un grupo de políticos está empeñado en que todo este ambiente cambie. Hoy se celebra la primera reunión del Consejo (¿) de Ministros del Gobierno de los psoe-iu-erc-pnv-bng-psc'istas'. Debajo, un dibujo caricaturizaba esa imaginaria reunión (Beiras con zuecos, Maragall con fez, Frutos con hoz y martillo...) como una jaula de grillos, una cacofonía de discursos y demandas tan incoherentes como extremistas.

Pues bien, si el PP ha sido y sigue siendo capaz de hacer escarnio del plurilingüismo, de demonizar la pluralidad intra e interpartidista, de menospreciar la cultura de coalición, la respuesta del PSOE no debería consistir en seguirle el juego y replicar con protestas de cohesión y gestos uniformistas. La réplica progresista pasa, a mi juicio, por romper y rechazar ese falso dilema entre unidad y barullo, por positivar y hacer pedagogía del pluralismo tanto dentro como fuera de las propias siglas, por explicar que el multipartidismo no es un engorro, sino un reflejo de la complejidad social, por recordar que algunas de las democracias más sofisticadas del mundo (Finlandia, Bélgica, Países Bajos...) llevan décadas con gobiernos de coalición, y no les va nada mal. Lo contrario no hará más que fortalecer la cultura autoritaria del ordeno y mando, de la verdad única y la disciplina de palmeta; esa cultura que permite a José María Aznar dirigir a sus huestes con un fruncimiento de cejas, un movimiento de bigote y un par de latiguillos dignos de un sargento chusquero.

Joan B. Culla es historiador.

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