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Columna
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Obituario

Mientras un hombre describía, con gestos y sollozos, las escenas de pánico, entre los escombros de Queens; en Mazar-i-Sharif, una mujer se despojaba del burka y mostraba su rostro martirizado por la cuadrícula de la castidad, a un pastún se lo ventilaban de un tajo sumario en la carótida, los señores de la guerra. Mientras en Santo Domingo, cientos de personas se debatían entre la incertidumbre y la desesperación, ante la catástrofe aérea, fortuita o provocada, el Gobierno británico aprobaba la detención indefinida de los extranjeros sospechosos de terrorismo, es decir, de cuantos no tengan la epidermis anglosajona y hablen un inglés con acento de ese sur en donde se reproducen, crecen y vuelan, los místicos y las moscas; y aquellos que lucen barbas oscuras o entrecanas, abundantes y comidas de miseria, mucho ojo: detrás de una barba así, puede ocultarse la ira y la pólvora del integrista de Kandahar, la última frontera de aquel partido político español alumbrado a finales del XIX, para conservar nuestras santas y patrióticas tradiciones. Inopinados vecinos de la etnia maldita, por una parida ideológica, pónganse a remojo tales barbas, porque las de los talibanes se rapan a destajo, no vaya a ser que la operación Libertad Duradera se quede en palabra prohibida y arresto interminable.

La caja de reclutas patrocinada y bendecida por el césar Bush es una legión extranjera dispuesta a meter la bayoneta en la inclemencia y en los intestinos de una guerra que más que guerra es barbarie contra la barbarie del terrorismo, y el exterminio de la inocencia. En esa caja de reclutas, ya hay jóvenes italianos, turcos, holandeses, alemanes y probablemente españoles. Llegarán, si llegan, a la desolación, para cavar fosas y enterrar a los muertos. Llegaran, si llegan, los soldados españoles, por encima de la voluntad popular y de la declaración que corresponde al jefe del Estado. Una vez, la culpa era la imagen virtual de un iluminado: Bin Laden, ¿lo recuerdan? Y desde entonces, cuánta carnicería y qué obituario duradero: todo un monumento a la irracionalidad.

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