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Donde habita el recuerdo

Desde que los campos de la muerte se abrieron, son supervivientes. Se juramentaron para desguazar un olvido que parecía iniciarse en el momento mismo de la liberación. Un olvido que se refugiaba en la coartada de la reconciliación de los verdugos y las víctimas, pero que también podía acechar en el miedo a reiterar la convivencia con el mal, con el temor a sufrir la constancia de aquella experiencia. Hoy quedan pocos de esos miles de españoles que fueron internados en diversos campos de trabajo y exterminio del Tercer Reich. El tiempo ha ido saqueando sus filas, como las diezmaba la selección de los asesinos. Los años han ido agrupando una edad en la que mantener su testimonio supone un sacrificio físico, algo más que la molestia de unas horas ocupadas. Pero se saben imprescindibles. Porque ellos no son la historia en grandes cifras del horror, sino la materia de la que estaban hechos los sueños y la sustancia de la que se hizo la miseria.

Las conversaciones de Montserrat Roig con los supervivientes de los campos de exterminio nos evitan el adormecimiento

Montserrat Roig quedó tan afectada por el contacto con estos supervivientes, que hasta pocos días antes de su muerte escribió sobre ellos, se escandalizó por la avidez del olvido, que iba adueñándose de nuestra cultura y la degradaba. Hasta el final, su energía y su ternura, su lucidez y su compasión, se pusieron al servicio del recuerdo. Un recuerdo que algunos desearían convertir en pasado, en historia inerte, en un álbum familiar de la desdicha que sólo se abre en ocasiones solemnes.

A los españoles que vivieron la experiencia del universo de los campos se les quiso olvidar de otra forma. Convirtiendo su sacrificio en el resultado de una enajenación pasajera de una cultura poderosa, con corpulentos recursos de racionalidad. La demencia no sólo se hace incomprensible, sino que crea la irresponsabilidad. A las víctimas se les pedía la impunidad de los verdugos. Más aún, el olvido de las complicidades, de la benevolencia, de la confortable ignorancia de los sucios detalles con que se desarrollaba su trabajo. Se quiso construir el olvido deformando las condiciones de aquella barbarie y haciendo a sus víctimas el objeto de un accidente cultural, cuando fueron el resultado de un proyecto minuciosamente calculado, de un reino feliz de desigualdad radical, de exclusión perpetua que culminaba en la ausencia de valor de una vida. El nazismo no fue una patología, y sus víctimas no fueron elegidas al azar, sino escogidas entre quienes, en su condición y en su conducta, eran la inversión de una abyecta concepción del mundo.

Las estadísticas pueden doblegarnos por su envergadura. Los millones de muertos pueden anestesiarnos en una constatación indolora de la barbarie. Las conversaciones de Montserrat Roig con los testigos nos obligan a compartir las sensaciones, nos evitan el adormecimiento en la frialdad de la documentación, en la amoralidad de la aritmética. Hombres y mujeres, con nombres, apellidos, recuerdos y deseos, memoria precisa e ilusiones de futuro, fueron cancelados en los campos. Vidas irrepetibles, concretas, completas de una en una, fueron abolidas. En cada una de esas muertes se amputaba el género humano. En cada una de la feroz resistencia para sobrevivir, o de la dignidad en el momento de la muerte, se expresaba la historia de la especie.

Ellos y ellas, con sus ideas vencidas en la guerra civil española, atropelladas por la marcha victoriosa de la Wehrmacht, pasean su testimonio vivo. Gracias a ellos, la historia, que algunos querrían convertir en una acumulación de datos para el examen de forenses, se convierte en un tribunal, que establece quiénes han sido inocentes y culpables, víctimas y verdugos. Gracias a ellos, la historia es un espacio moral donde se juzga, donde se pesan las pruebas, donde se condena. Gracias a ellos, la historia es un ingrediente del aquí y del ahora.Gracias a ellos y a aquella Montserrat Roig que se acercó hasta aquel ritual infame del siglo XX con su inteligencia y sus emociones para convertir el sacrificio en palabras, para comunicarlo. Una memoria que no se construye sobre el rencor es una garantía de precisión y de juventud constante. Un recuerdo que se edifica sobre la voluntad de impedir la reaparición del monstruo nos protege a todos. Ellos y ellas, los vencidos, defendieron la condición bondadosa del género humano cuando el mal era una banalidad administrativa, una normalidad cotidiana. Ahora, tantos años después, siguen protegiéndonos con su vida, con su supervivencia atestada de los ausentes. Con esa mirada en cuyas profundidades aún vibran los gritos y los susurros del miedo, la conspiración del silencio de la muerte.

Ferran Gallego es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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