Coche bomba, dice mi hijo
Como a todos los padres, mi hijo me resulta un ser paradójico: es capaz de agotarme con la misma facilidad con que despierta, en un instante, todo lo bueno que puede haber dentro de mí. Reconozco que me supera, y no me cuesta nada imaginar ese momento en que, de mayor, podrá chantajearme sin problemas. Como todo padre, me siento también implícitamente observado: el bribón se da cuenta de todos los detalles. A veces me imita y a veces me critica. Lo suyo es como un microscopio fijado permanentemente sobre mí. Es tan pequeño que su lente de observación cuenta aún con pocos puntos de estudio: su madre, su padre y poco más.
Me esfuerzo en imaginar qué es lo que en el futuro conservará de mí. Y proyecto para ello los recuerdos de mi padre: cuando se quedaba leyendo por la noche, cuando se reía como un indolente hipopótamo, cuando me llevaba al fútbol. Sé que cuando íbamos al fútbol era uno de esos momentos en que parecíamos auténticos camaradas: dos amigos que se hablaban de igual a igual. Era mentira, claro, pero esa era su forma de halagarme.
Mi hijo, en efecto, es un bribón. Le hablo en euskera y él me sigue. Su madre le habla en castellano y en estas cosas, como se sabe, las madres cuentan mucho más que los varones. 'Hoy he aprendido el número bat en la eskolaurre', me dice. 'Bat zenbakia', le digo. 'Bai, hori', me contesta. De todos modos, hay que reconocer, el contexto es el contexto, y el contexto no representa ahora las maniobras distractivas, los eufemismos argumentales del individuo Otegi. El contexto lingüístico significa que, al final, mi hijo escucha más castellano que euskera.
Nos pasa incluso con la tele. Yo veo los informativos y él no escucha. O hace como que no escucha. Hace ya algunos meses aprendió a pronunciar: 'Coche bomba'. Será dramatizar, pero mi hijo dice 'coche bomba' con una naturalidad que me estremece. Y sé que eso no significa nada terrible. Sin duda existen niños en el mundo que saben de esas cosas no por una vaga aproximación televisiva, sino por experiencia propia. De todos modos, mi hijo dice 'coche bomba', y mi mujer y yo nos miramos con tristeza.
Volviendo al principio: sé que mi hijo me observa como los hijos observan a los padres, como yo observaba al mío. De mi padre permanecen en el recuerdo cosas buenas y malas, pero casi siempre casuales, impresiones que él no pudo fijar premeditadamente en mi memoria. La memoria es una extraña ruleta. Los hijos recuerdan a los padres, pero no pueden escoger sus recuerdos: son sólo los que quedan, sencillamente los que quedan.
Esta semana ETA ha vuelto a asesinar a un ser humano, y pienso en el pequeño bribón. Llegará un día en que podrá reunir todos los datos: 'El viejo escribía en los periódicos..., a su alrededor había tipos que mataban a gente..., ¿Qué es lo que hizo?'. Y de pronto siento la necesidad de que no se avergüence de mí. Sería fácil estar callado. Sería fácil callar ante una banda de asesinos; fue la pauta para muchos prudentes alemanes durante la dictadura hitleriana, millones de personas respetables que prefirieron olvidar el drama de muchos otros millones de personas perseguidas, torturadas, asesinadas.
Es muy posible que frente a la violencia las palabras sirvan de muy poco y que incluso su reiteración se haya convertido en un fatigoso compromiso. Pero hay que apuntar con el dedo a los asesinos y cubrir de vergüenza a quienes, como el individuo Otegi, como tantos otros, especulan con metáforas huidizas ante el rastro de la sangre. Al menos hay un argumento estrictamente personal que se me impone, pero que al mismo tiempo da nuevo sentido a todas estas inútiles palabras: ellos han conseguido que mi hijo pronuncie prematuramente el nombre de algunas de sus herramientas, pero es mi obligación que él entienda un día, un día acaso aún lejano, que yo no transigí con tanta miseria, ni me distraje, mirando hacia otro lado, cuando vertían sangre inocente alrededor de nuestras vidas.
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