Del 11-S a la globalización de los derechos
El autor denuncia que la reunión de la OMC ignora los debates que deberían conducir a una globalización más justa.
Del 9 al 13 de noviembre, representantes de los Gobiernos de 142 países se reunirán en Qatar para relanzar una nueva ronda comercial en el marco de la 4ª Conferencia Ministerial de la Organización Mundial de Comercio (OMC).
La OMC refleja las ambigüedades en las que nos hallamos inmersos en el comienzo del siglo XXI. Así, una organización cuyo principal propósito es asegurar que los flujos comerciales circulen con la máxima facilidad, previsibilidad y libertad posible se ve obligada para ello a consensuar un aparato normativo numeroso, exhaustivo y, a veces, como reflejan los múltiples conflictos que jalonan su andadura, difíciles de interpretar.
A nadie debería sorprender que el libre comercio demande regulación. Falsean la realidad y la historia quienes dibujan una globalización resultado de un proceso natural y espontáneo de desarrollo del mercado. No hay unas leyes del mercado mundial que se desarrollen según una única lógica. Por el contrario, el actual proceso de globalización ha sido posible y fomentado por políticas gubernamentales deliberadas, por unas determinadas regulaciones y políticas iniciadas por Reagan y Thatcher que se convirtieron en hegemónicas tras la caída del muro de Berlín.
Frente a esa regulación, escasamente democrática y de consecuencias tremendamente injustas, se alzan fuerzas plurales que, negándose a considerar inevitable el rumbo de las cosas, reclaman otra globalización, la globalización de los derechos, la globalización de la justicia social. El actual conflicto no es el supuesto y antiguo enfrentamiento entre el mercado y la planificación, ni el más reciente, pero también falso, entre antiglobalizadores y globalizadores, sino la confrontación de alternativas sobre las formas de regular y gobernar los mercados mundiales, de definir el papel tanto de los Estados nacionales democráticos como de las instituciones regionales e internacionales, financieras, comerciales y políticas, en el nuevo marco.
Se trata de establecer si la política es subsidiaria de la economía, limitándose, por ejemplo, a acudir en ayuda de las empresas con problemas como recientemente con las compañías de transporte aéreo, o de si es la política, entendida como conformación democrática de los intereses ciudadanos, la que gobierna las decisiones económicas. Se trata, entonces, de decidir si son los acuerdos internacionales sobre medio ambiente o sobre derechos laborales fundamentales los que prevalecen sobre el derecho a la exportación o a la inversión o viceversa. Se trata de saber si el derecho a la salud de las personas, especialmente en los países empobrecidos, tendrá que seguir litigando en los tribunales frente a los derechos de patentes de las multinacionales farmacéuticas. Y se trata de defender el derecho de los Gobiernos nacionales a regular sus servicios y definir sus políticas públicas de conformidad con los mandatos democráticos de sus electores.
Algunas de estas reflexiones pusieron en jaque la anterior conferencia de la OMC en Seattle, que inauguró el ciclo de cuestionamiento de las instituciones económicas internacionales, y están hoy, a causa de los atentados terroristas en EE UU y la nueva situación política y económica creada, en el centro del debate. Es verdad que la resolución del debate no está dada de antemano y nadie puede apostar por dónde concluirán finalmente las tendencias apuntadas, pero también es cierto que las posibilidades barajadas en este momento eran impensables hace tres meses.
Pareciera que hoy nadie cuestiona, y esperamos que no sea un mero reflejo coyuntural ante la crisis, que el mundo se ha hecho cercano y nuestro también en asuntos no económicos. Ese consenso debería concretarse en que la lucha contra el nuevo terrorismo debe ser concertada a nivel internacional, que exige un mayor, eficaz y real protagonismo de la ONU, que se deben impulsar políticas de protección y de garantía universal de los derechos humanos en cualquier lugar del mundo, que se deben introducir mecanismos de control de los movimientos de capital que eviten que el dinero pueda seguir circulando sin controles fiscales, alimentando su opacidad y, tantas veces, su complicidad con redes de blanqueo, tráfico de armas y delincuencia transnacional y que ha de ponerse en marcha el Tribunal Penal Internacional. Es decir, que la lucha antiterrorista exige reforzar los mecanismos de gobierno democrático del mundo.
Pero el consenso debería extenderse a la idea de que un mundo seguro y democrático tiene que ser también un mundo más justo e igualitario. Los sindicatos llevamos años reclamándolo y vamos a volver a hacerlo con ocasión de la Jornada de Acción Sindical Mundial convocada por la Confederación Internacional de Organizaciones Sindicales Libres (CIOSL) y las Federaciones Internacionales de sector, que engloban a 160 millones de trabajadores y trabajadoras en 110 países, con ocasión de la reunión de la OMC. El sindicalismo internacional, que estuvo en Seattle con la AFL-CIO estadounidense, en Johanesburgo, enfrentándose a las multinacionales farmacéuticas con el COSATU surafricano o en Porto Alegre, con la CUT brasileña, construyendo respuestas alternativas, volverá a movilizarse contra una globalización que genera desigualdades y pobreza y en defensa de una globalización, como reza el lema de la jornada, 'A favor de todas las personas'. La ciudadanía y los trabajadores y trabajadoras tenemos la obligación de movilizarnos para que las contradictorias tendencias que se muestran en esta crisis se resuelvan en una dirección que haga avanzar al mundo por senderos más democráticos y justos.
Sin embargo, malos presagios se ciernen sobre la reunión de Qatar. Desde la elección como sede de un país donde es ilegal el derecho de reunión o manifestación, hasta la decisión sobre el ingreso de China, cuyo Gobierno vulnera los derechos humanos, pasando por las propuestas de declaraciones que se están discutiendo todavía en las que se obvia toda referencia a los derechos laborales, la OMC aparenta haberse quedado anclada en el pasado.
En este panorama, la responsabilidad de la Unión Europea y de sus Gobiernos es muy importante para que la Conferencia de la OMC pueda establecer un cambio de rumbo en las orientaciones de esta organización internacional, la única manera de sustentar logros duraderos. También en y desde las organizaciones económicas internacionales hay que impulsar la transparencia y el control democráticos, la solidaridad entre los pueblos, el respeto a los derechos humanos fundamentales, contribuyendo así a la construcción de un mundo que pueda ser gobernado democráticamente y en el que la globalización alcance también a los derechos y a la justicia social.Del 9 al 13 de noviembre, representantes de los Gobiernos de 142 países se reunirán en Qatar para relanzar una nueva ronda comercial en el marco de la 4ª Conferencia Ministerial de la Organización Mundial de Comercio (OMC).
La OMC refleja las ambigüedades en las que nos hallamos inmersos en el comienzo del siglo XXI. Así, una organización cuyo principal propósito es asegurar que los flujos comerciales circulen con la máxima facilidad, previsibilidad y libertad posible se ve obligada para ello a consensuar un aparato normativo numeroso, exhaustivo y, a veces, como reflejan los múltiples conflictos que jalonan su andadura, difíciles de interpretar.
A nadie debería sorprender que el libre comercio demande regulación. Falsean la realidad y la historia quienes dibujan una globalización resultado de un proceso natural y espontáneo de desarrollo del mercado. No hay unas leyes del mercado mundial que se desarrollen según una única lógica. Por el contrario, el actual proceso de globalización ha sido posible y fomentado por políticas gubernamentales deliberadas, por unas determinadas regulaciones y políticas iniciadas por Reagan y Thatcher que se convirtieron en hegemónicas tras la caída del muro de Berlín.
Frente a esa regulación, escasamente democrática y de consecuencias tremendamente injustas, se alzan fuerzas plurales que, negándose a considerar inevitable el rumbo de las cosas, reclaman otra globalización, la globalización de los derechos, la globalización de la justicia social. El actual conflicto no es el supuesto y antiguo enfrentamiento entre el mercado y la planificación, ni el más reciente, pero también falso, entre antiglobalizadores y globalizadores, sino la confrontación de alternativas sobre las formas de regular y gobernar los mercados mundiales, de definir el papel tanto de los Estados nacionales democráticos como de las instituciones regionales e internacionales, financieras, comerciales y políticas, en el nuevo marco.
Se trata de establecer si la política es subsidiaria de la economía, limitándose, por ejemplo, a acudir en ayuda de las empresas con problemas como recientemente con las compañías de transporte aéreo, o de si es la política, entendida como conformación democrática de los intereses ciudadanos, la que gobierna las decisiones económicas. Se trata, entonces, de decidir si son los acuerdos internacionales sobre medio ambiente o sobre derechos laborales fundamentales los que prevalecen sobre el derecho a la exportación o a la inversión o viceversa. Se trata de saber si el derecho a la salud de las personas, especialmente en los países empobrecidos, tendrá que seguir litigando en los tribunales frente a los derechos de patentes de las multinacionales farmacéuticas. Y se trata de defender el derecho de los Gobiernos nacionales a regular sus servicios y definir sus políticas públicas de conformidad con los mandatos democráticos de sus electores.
Algunas de estas reflexiones pusieron en jaque la anterior conferencia de la OMC en Seattle, que inauguró el ciclo de cuestionamiento de las instituciones económicas internacionales, y están hoy, a causa de los atentados terroristas en EE UU y la nueva situación política y económica creada, en el centro del debate. Es verdad que la resolución del debate no está dada de antemano y nadie puede apostar por dónde concluirán finalmente las tendencias apuntadas, pero también es cierto que las posibilidades barajadas en este momento eran impensables hace tres meses.
Pareciera que hoy nadie cuestiona, y esperamos que no sea un mero reflejo coyuntural ante la crisis, que el mundo se ha hecho cercano y nuestro también en asuntos no económicos. Ese consenso debería concretarse en que la lucha contra el nuevo terrorismo debe ser concertada a nivel internacional, que exige un mayor, eficaz y real protagonismo de la ONU, que se deben impulsar políticas de protección y de garantía universal de los derechos humanos en cualquier lugar del mundo, que se deben introducir mecanismos de control de los movimientos de capital que eviten que el dinero pueda seguir circulando sin controles fiscales, alimentando su opacidad y, tantas veces, su complicidad con redes de blanqueo, tráfico de armas y delincuencia transnacional y que ha de ponerse en marcha el Tribunal Penal Internacional. Es decir, que la lucha antiterrorista exige reforzar los mecanismos de gobierno democrático del mundo.
Pero el consenso debería extenderse a la idea de que un mundo seguro y democrático tiene que ser también un mundo más justo e igualitario. Los sindicatos llevamos años reclamándolo y vamos a volver a hacerlo con ocasión de la Jornada de Acción Sindical Mundial convocada por la Confederación Internacional de Organizaciones Sindicales Libres (CIOSL) y las Federaciones Internacionales de sector, que engloban a 160 millones de trabajadores y trabajadoras en 110 países, con ocasión de la reunión de la OMC. El sindicalismo internacional, que estuvo en Seattle con la AFL-CIO estadounidense, en Johanesburgo, enfrentándose a las multinacionales farmacéuticas con el COSATU surafricano o en Porto Alegre, con la CUT brasileña, construyendo respuestas alternativas, volverá a movilizarse contra una globalización que genera desigualdades y pobreza y en defensa de una globalización, como reza el lema de la jornada, 'A favor de todas las personas'. La ciudadanía y los trabajadores y trabajadoras tenemos la obligación de movilizarnos para que las contradictorias tendencias que se muestran en esta crisis se resuelvan en una dirección que haga avanzar al mundo por senderos más democráticos y justos.
Sin embargo, malos presagios se ciernen sobre la reunión de Qatar. Desde la elección como sede de un país donde es ilegal el derecho de reunión o manifestación, hasta la decisión sobre el ingreso de China, cuyo Gobierno vulnera los derechos humanos, pasando por las propuestas de declaraciones que se están discutiendo todavía en las que se obvia toda referencia a los derechos laborales, la OMC aparenta haberse quedado anclada en el pasado.
En este panorama, la responsabilidad de la Unión Europea y de sus Gobiernos es muy importante para que la Conferencia de la OMC pueda establecer un cambio de rumbo en las orientaciones de esta organización internacional, la única manera de sustentar logros duraderos. También en y desde las organizaciones económicas internacionales hay que impulsar la transparencia y el control democráticos, la solidaridad entre los pueblos, el respeto a los derechos humanos fundamentales, contribuyendo así a la construcción de un mundo que pueda ser gobernado democráticamente y en el que la globalización alcance también a los derechos y a la justicia social.
José María Fidalgo es secretario general de CC OO.
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