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Panfleto democrático

Pese a lo que pueda parecer, pese al aparente individualismo del que estaríamos aquejados los occidentales, lo cierto es que el individuo y su elogio tienen muy mala prensa entre nosotros. Si alguien se atreve con audacia, con temeridad incluso, a profesarse como tal, no se le tomará demasiado en serio y se le tratará como un egoísta contumaz, como un tipo insolidario y algo lunático que se empeña rabiosamente en lo propio al carecer de un sentido de lo ajeno. Por eso no acaba de entenderse por qué es tan frecuente la crítica edificante, bienintencionada y severa de clérigos, moralistas, preceptores, teólogos y líderes de opinión, que vigilarían con celo y denuedo cualquier propensión de las gentes a reconocerse y a aceptarse como individuos. La tendencia habitual es justamente la contraria, como ya advirtiera Alexis de Tocqueville: la tendencia -como anotó en La democracia en América- es a emboscarse en la masa, a abdicar de la condición de individuo distinto, irrepetible, para adentrarse en 'una enorme masa de hombres semejantes o iguales que incansablemente giran sobre sí mismos con objeto de procurarse los pequeños placeres vulgares con que llenar sus almas'. Aceptarse como individuo es costoso y es un empeño que exige esfuerzo, dedicación, laboriosidad, sabiendo, además, lo incierto de esa tarea y la frustración inevitable, la derrota final, de esa pequeña obra de arte que puede ser cada uno de nosotros, de ese artificio tan pacientemente alcanzado.

No pretendo polemizar con esos clérigos y esos moralistas de los que antes hacía mención, ni enmendar su vaticinio triste y frecuente sobre la naturaleza humana. Lo que pretendo es afirmar la necesidad de individuos vigorosos, de individuos que se reconozcan como tales, para que la democracia funcione realmente, una democracia bien constituida; lo que hago, en suma, es abogar por individuos distintos, orgullosamente distintos, sabedores y celosos guardianes de sí mismos, de su contingencia, de su escasez, conscientes de ese infortunio definitivo que es la muerte, de esa promesa y dicha que es su libertad. La defensa de la esfera pública suele hacerse entre nosotros invocando el altruismo o el desinterés personal, como esa renuncia que permitiría la vida en común. Creo que es un error estratégico, puesto que habría de emprenderse urgiendo a los individuos a satisfacer su amor propio, el propio interés de cada uno, que es en primer lugar el de sobrevivir, el de mantenerse, el de perseverar. Es allí, en lo público, en donde se afirma la garantía de ese individuo privado, particular e irrepetible que es cada uno de nosotros. Estas ideas, que deberían ser expresión archisabida, tienen poco que ver con algunas de las supersticiones de nuestro tiempo, en especial con la idea de que el colectivismo sería la única forma posible del sistema democrático: hay, en efecto, un tópico muy extendido que sostiene que para que perviva la democracia los individuos deberían ir haciendo renuncia de sí mismos. Creo que es todo lo contrario, que el colectivismo nos sume en la irresponsabilidad de lo que es aparentemente gratuito, de lo que no tiene dueño, y en un cierto fatalismo de lo anónimo, de la masa, a la que invocamos, en la que nos sumergimos y de la que esperamos cobijo. Necesitamos, insisto, individuos vigorosos, empeñados en hacer de sí mismos algo diferente, incluso contradictorio con las expectativas que sobre ellos se han volcado, con ese placer que da la aleación de esfuerzo y logro, empeñados en labrarse, convencidos de que la existencia es finitud, de que no tienen recambio y de que en ello precisamente, en su disfrute maduro, templado, paciente, les va la vida; necesitamos individuos conscientes de que pueden muy poco, de que su existencia es frágil, pero a la que aspiran y merecen dotándose de garantías.

La democracia es nuestra garantía, ese artificio al que hemos llegado después de un periplo milenario, la prótesis que nos dilata y que nos permite aspirar no a ser, que es mera chiripa y casualidad, sino a hacernos a nosotros mismos, aquello que nos da el marco al que acogernos para que la vida no sea puro azar, desdicha, infortunio o instinto. Invocar la ley, la regla, la norma, no es tarea ordenancista de aburridos burgueses, es empresa de libertad, es una iniciativa por la que vale la pena batirse bravamente: la garantía de que cada uno de esos individuos no será aplastado por la arrogancia de los fuertes, por la estricta arbitrariedad. No se trata de multiplicar las leyes, de legislar sobre todo, de invadir minuciosamente todas las esferas de la vida. De lo que se trata es de tomarse en serio que la ley sea el principio general que me asiste, la defensa de la vida efímera que me ha sido dada. Por eso son tan importantes los procedimientos. Por eso, la esfera pública democrática, ese dominio sobre el que teorizó Hanna Arendt, no es, no puede ser, la suma de los iguales, sino el foro de los diversos, de los disidentes, el lugar al que acceden, al que deberían y podrían acceder los que disienten.

Una democracia vigorosa no es aquella que se erige sobre esa 'enorme masa de hombres semejantes o iguales que incansablemente giran sobre sí mismos', que denunciara Tocqueville, sino sobre individuos distintos, orgullosa, celosamente distintos. Por eso, en la defensa de la democracia nos va la vida, pues la compra de favores, la financiación ilícita, el concurso amañado, la granjería, las amenazas o la promesa clientelar, el consentimiento ante los abusos, y cualquier otra violencia ejercida para urdir consensos degradan los procedimientos a sarcasmo y a ficción y nos amenazan a cada uno de nosotros. En efecto, anotaba Paolo Flores d'Arcais, 'cualquier política de tolerancia hacia la ilegalidad a la larga genera adicción, desánimo, apatía, porque la negación práctica de la ciudadanía lleva consigo la frustración psicológica de los derechos relacionados con ella, y lleva a la desaparición del propio sujeto de la democracia liberal, el ciudadano como individuo garantizado'. Tal vez todo lo anterior resulte una trivialidad, incluso una verdad largo tiempo sabida. Pero también es posible que esa cosa sabida necesite ser recordada con la inocencia de la primera vez y con regularidad, con vehemencia, para que esos individuos confortablemente instalados en este sistema que los asiste, que los garantiza, que los ensancha, no se lo tomen como gracia, como atributo natural. No lo olviden: hubo un tiempo, no tan lejano, en que nada era así, en que las pertenencias irrevocables nos negaban como individuos y en que la adhesión a la comunidad a la que naturalmente perteneceríamos era la materia misma de la que estaba hecha la vida, el infierno mismo de las determinaciones y de la fatalidad.

Justo Serna es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia.

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