El binomio libertad-seguridad
Más que libertad, que implica siempre riesgos, lo que de verdad quiere la gente es seguridad. A cambio, está dispuesta a aguantar lo que sea. Cierto que no faltan siempre unos pocos que se juegan su seguridad en defensa de la libertad. A éstos debemos el que vayamos ampliando poco a poco las esferas de libertad, sin perder por ello seguridad. Porque, en efecto, cabe un margen amplio de seguridad sin demasiada libertad: el franquismo ofrecía un orden público vigilado a favor de los que tenían posibles, además del piso alquilado o el puesto de trabajo inamovibles para los de abajo, eso sí, al altísimo precio de haber suprimido libertades esenciales. Pero lo que ya no es concebible es libertad sin seguridad. Esa pequeña parte de la población vasca que da cara a la coacción permanente del nacionalismo radical, comprueba cada día que no se puede ser libre sin una buena dosis de seguridad. Cabe un amplio margen de seguridad sin libertad; es lo más corriente; pero no libertad sin seguridad. Conseguir un equilibrio entre ambas es el empeño de Europa desde hace ya más de un siglo.
La burguesía introdujo el binomio de libertad-seguridad, entendido en un sentido exclusivamente económico. La libertad es ante todo la de contratación, incluyendo la de la mano de obra, sin interferencias legales o sindicales. Claro que la economía de mercado funciona mejor con instituciones libres, pero no son un objetivo en sí, sino un complemento deseable, pero no imprescindible. La burguesía se acomoda bien a regímenes dictatoriales que respeten, protejan o fomenten sus intereses. Al fin y al cabo, tiende a comprimir la libertad en la independencia que da el dinero. En la segunda mitad del siglo XIX, en el momento de mayor gloria y poder de la burguesía, el negocio que se extiende a mayor velocidad es el de los seguros. Para cubrirse de imprevistos, la dote de la hija o los estudios del hijo se aseguraban ya al nacer. En sus Memorias de un europeo (1944) Stefan Zweig llamó a la etapa que se cierra en 1914 'la época de la seguridad'.
La 'época de la seguridad' para los que disponen de un patrimonio supone la de mayor inseguridad para los que no tienen otro bien que su fuerza de trabajo. En una sociedad en la que se valora la seguridad como el bien más preciado, una parte considerable de la población vive en la mayor inseguridad, temiendo perder, si es que lo tiene, el puesto de trabajo y abandonada a su suerte en caso de accidente o de enfermedad, confiando no llegar a la vejez, para no tener que sufrir una supervivencia atroz en un mundo en el que, a no ser que se posea un patrimonio personal, el que no trabaja no come.
Obsérvese que la sensación de seguridad sólo la proporciona un mundo que, como la Europa anterior a la primera gran guerra, se cree inmutable en sus constantes básicas y principios establecidos. Un mundo seguro es aquel en el que no se preven cambios; cualquier mudanza se percibe como una amenaza. Pero para los que viven en una inseguridad permanente, la única esperanza es que se produzcan, justamente, grandes cambios. El proletariado sueña con una revolución que acabe con un orden social que, para garantizar la seguridad de unos pocos, condena a la mayoría a una total inseguridad. La 'época de la seguridad' es también la de la amenaza / esperanza revolucionaria.
El gran corte se produce entre marxistas 'autoritarios' que lo esperan todo de las contradicciones del sistema, apoyadas por la capacidad de organización de la clase obrera, y el anarquismo libertario que desconfía de la acción política que terminaría por sustituir un sistema de dominación por otro. A su vez el anarquismo se escinde entre una corriente muy minoritaria que recurre al terror y una mayoritaria que desemboca en un sindicalismo revolucionario, proceso que en España culmina en 1911 con la fundación de la CNT. En los años ochenta y noventa del siglo XIX, la división pasa entre los que creen que las contradicciones de clases traerían por sí solas la revolución social y aquellos que piensan que el proceso no funciona sin una férrea organización de clase. Los más impacientes comprobarán, sin embargo, que habida cuenta el grado de represión, el orden establecido mostraba una enorme capacidad de permanencia, además de que la clase obrera organizada perdía su mística revolucionaria según conseguía mejoras puntuales. En consecuencia, un puñado de iluminados decide recurrir a la violencia para acelerar el proceso. La víctima del trabajo de 1889 llevaba por lema 'la fuerza se repele con la fuerza, para eso se inventó la dinamita'. La llamada 'propaganda por la acción', al oponer la violencia del proletariado a la inherente al sistema, se encargaría de poner en evidencia toda su fragilidad.
El asesinato del zar Alejandro II en marzo de 1881 abre en Europa una época que, sobre todo en Rusia y en los países mediterráneos, empareja la seguridad de unos pocos con la enorme inseguridad que provoca la reacción terrorista. Desde finales de los ochenta y por un periodo largo, España padece una ola de terrorismo, con magnicidios y crímenes masivos, como las dos bombas arrojadas en el Liceo en septiembre de 1893 o en la procesión del Corpus en 1896, también en Barcelona. El Estado reaccionó con leyes especiales de represión del terrorismo de 1894 y de 1896, y en este mismo año se creó la brigada social que actuó por vez primera en la investigación del atentado en la procesión de Corpus Christi, con el resultado catastrófico de forzar la espiral de la violencia: represión feroz, acciones terroristas, de nuevo mayor represión. Se fueron creando así condiciones y mentalidades que acabaron en guerra civil.
Según aumenta la presión obrera organizada en partidos y sindicatos, la clase dirigente se percata de que su propia seguridad depende de la que disfrute el conjunto de la población. Bismarck, el gobernante más conservador de la Europa de su tiempo, introduce los seguros de accidente, de enfermedad y las jubilaciones para una clase obrera que no se había dejado amedrentar con las leyes antisocialistas. También en España se termina por aceptar las reformas sociales más elementales, como la ley de compensación de los trabajadores de 1900 o la jornada laboral de ocho horas que aprobó Romanones en 1918. Un papel esencial en esta reconversión lo desempeñó el Institutode Reforma Social que tenía la singularidad de que la mitad de sus 12 miembros eran elegidos por los trabajadores.
Después del desastre que supuso la Primera Guerra Mundial, la política europea ha consistido en ir ampliando la seguridad a todas las capas sociales, incluyendo no ya sólo a los trabajadores, sino a los que no pueden, o incluso no quieren trabajar. Pero este proceso de integración, primero, de la clase obrera y luego de la población marginal, no ha sido fácil ni rectilíneo. Para aprender a reaccionar correctamente tuvimos que sufrir dos duras experiencias -la revolución bolchevique y el fascismo- opuestas, pese a que ambas tuviesen en común ofrecer seguridad a cambio de libertad. A la sociedad en su conjunto le cuesta mucho garantizar una mínima seguridad para todos -es ya el mayor gasto del Estado-, pero frente a los recortes que el neoliberalismo ha impuesto, y sigue exigiendo en este campo, hay que poner énfasis en que la libertad, nuestro bien más estimado, depende de que todos gocen de seguridad suficiente.
Dos observaciones finales. La primera, que después de una primera mitad del siglo XX de enfrentamientos violentos, al fin hemos aprendido que seguridad y libertad hay que mantenerlas en un equilibrio que es preciso recomponer de continuo. El éxito de nuestro modelo social proviene de haber combatido el terrorismo con el único instrumento idóneo: hacer a todos partícipes de un mismo ámbito de libertad /seguridad. La segunda, que hemos de tomar muy en serio la tan cacareada globalización. No basta que el binomio funcione dentro del territorio de un Estado, ni siquiera a nivel regional en las zonas desarrolladas. En un mundo global, la libertad y seguridad de unos resultan inviables sin las de todos los demás.
Pagando un precio enorme en destrucción y violencia, tardamos casi un siglo en conseguir en Europa un cierto equilibrio entre libertad y seguridad. No contamos con tanto tiempo para lograr que todos los humanos participen en este binomio. Y ello porque, por un lado, la revolución tecnológica permanente acelera los cambios, con lo que la sensación de inseguridad va en vertiginoso aumento; por otro, por los peligros que conlleva la rápida degradación del planeta, así como el riesgo creciente de que se empleen las armas nucleares y biológicas. La única posibilidad que tenemos de sobrevivir pasa por globalizar el binomio libertad-seguridad, pero la experiencia enseña que, mientras no hayamos pagado el altísimo precio que implica dar vueltas a la espiral de la violencia, no aprendemos a comportarnos razonablemente. El que cree poder imponerse, lo intenta presionando con la fuerza antes de pasar a negociar.
Ignacio Sotelo es catedrático excedente de la Universidad Libre de Berlín.
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