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Boñigas de camello

El Ejército alemán avanzaba imparable por el norte de África. Nada podía detener la marcha del Afrika Korps, que amenazaba con expulsar a los aliados de la región. Con el fin de obstaculizar al menos su marcha, éstos decidieron minar las principales rutas. Pero, para su desesperación, los alemanes identificaban fácilmente las minas, las desactivaban y proseguía como si nada el avance de las columnas de vehículos.

El servicio de información británico se dirigió entonces a un antropólogo americano destinado en Tánger como 'ayudante especial de la legación americana'. El antropólogo en cuestión había excavado en 1939 para el Museo Peabody de Harvard en la Cueva Grande, situada en el cabo Espartel, cerca de Tánger. Pero al mismo tiempo que excavaba montó una emisora de radio por medio de la cual informaba a los ingleses de las actividades de los nazis (la historia es tan cinematográfica como Casablanca, pero hay otros muchos ejemplos de científicos espías: poca gente sabe que el famoso Lawrence de Arabia era arqueólogo de formación y que realizó su tesis doctoral sobre los castillos cruzados de Oriente Próximo).

Ahora los británicos querían que el antropólogo recogiera rocas de los caminos para que los ingenieros militares pudieran fabricar minas que simularan piedras. La primera regla del camuflaje es la de imitar algo que se encuentre por todas partes. A las pocas horas de recolectar rocas, al antropólogo se le ocurrió una idea mejor. ¡Camuflemos las minas como si fueran boñigas de camello! ¡Los alemanes no tendrán tiempo material para inspeccionar los millones de boñigas sembradas por los caminos, y, si no lo hacen, cualquier boñiga aparentemente inofensiva reventará un carro de combate! Al poco tiempo, unas cuantas muestras de boñiga de camello viajaban hacia Londres por valija diplomática.

A pesar de su ingenio, el nombre del antropólogo en cuestión no está inscrito en letras de oro en los anales de la historia militar. Pero sí que es muy frecuente encontrarlo en los libros de antropología, porque el buscador de boñigas de camello llegó a ser después de la guerra una personalidad muy influyente en el terreno de las razas humanas. Ese nombre es Carleton S. Coon.

Como raciólogo obsesivo que era, Coon veía más fácilmente las diferencias que las semejanzas entre las poblaciones humanas. Aunque su especialidad era la antropología biológica, no podía evitar pensar que también había diferencias en el carácter de los distintos pueblos que habitan la Tierra, rasgos psicológicos que les son propios. Ésta es, por otro lado, una idea muy extendida entre la gente, y que se expresa en los chistes sobre ciudadanos de diferentes países. Los tópicos sobre los japoneses, alemanes, franceses y españoles o, a una escala más local, vascos, catalanes, aragoneses, gallegos, leperos, no tienen mayor importancia mientras no se crea de verdad que esas estereotipadas formas de ser son constitucionales, es decir genéticas, y que forman parte de la definición de la raza-etnia tanto como el color del pelo, la forma del cráneo o el tamaño de la nariz. Todos los racistas del tipo norte-sur piensan que la gente de su padania es, por naturaleza, más emprendedora, trabajadora y capaz que los holgazanes del sur, a los que tienen que subvencionar (pero a los que en realidad explotan siempre que pueden).

Para Coon, en realidad, las diferencias culturales y las físicas eran dos caras de la misma moneda, porque él pensaba que las barreras culturales separan a los pueblos y los mantienen aislados genéticamente. Un buen ejemplo de cómo se empiezan a levantar muros culturales que impiden el intercambio de genes es, según Coon, el de los diferentes clanes escoceses, que se distinguen entre sí por el estampado de sus vestidos o tartan. Ésta es una buena ocasión para reflexionar sobre lo poco serio de muchas de las teorías sobre las razas humanas: en realidad no existió nunca un estampado propio de los MacDonald o de los MacGregor, y los que circulan ahora por ahí son inventos folcloristas de época victoriana.

Si las diferencias, biológicas y psicológicas, entre las poblaciones humanas son tan marcadas, la consecuencia inevitable es que sus raíces tienen que ser muy profundas. Las razas humanas serían así prácticamente equivalentes a especies, con una larga historia evolutiva (de cientos de miles de años) por detrás. Para apoyar sus tesis, Carleton S. Coon recurrió a un paleontólogo muy famoso, Franz Weidenreich. Éste era un judío alemán que tuvo que huir de su país a causa de la persecución nazi, y se fue primero a China para estudiar los fósiles humanos del famoso yacimiento chino de Chukutien (hoy escrito Zhoukoudian), cerca de Pekín (o Beijing), datado en alrededor de medio millón de años. De allí pasó al Museo de Historia Natural de Nueva York. Para Weidenreich, los fósiles de Chukutien eran los antepasados directos de los chinos actuales, del mismo modo que los europeos antiguos serían los antepasados de los actuales (con los neandertales de Oriente Próximo como paso intermedio). Los aborígenes australianos y los subsaharianos (los negros) también tendrían ancestros propios en Indonesia y África más o menos contemporáneos de los fósiles de Chukutien.

El esquema de Weidenreich era, de todos modos, un poco más complejo que todo eso. Las diversas líneas que darían lugar a los grandes grupos actuales de población se habrían estado pasando genes todo el tiempo a través de las fronteras, de modo que la especie humana habría permanecido unida gracias a ese flujo permanente y unificador, que habría impedido la especiación o ramificación (es decir, que una o varias de las razas se convirtieran en nuevas especies). No habría habido nunca más de una especie humana, como ahora, aunque siempre estuviera dividida en razas muy marcadas. La cuestión central estaba en el énfasis que se le diera a ese flujo de genes entre razas (por cierto, la única forma de intercambiar genes es teniendo hijos). Podría haber sido una corriente de genes muy importante o, por el contrario, un débil flujo apenas significativo. No está claro qué pensaba Weidenreich al respecto. Parece en cambio fuera de duda que para Coon era mucho más importante lo que había en las razas de evolución independiente que los posibles intercambios de genes entre unas y otras.

Coon estaba también preocupado por el futuro de las razas, y no sólo por su pasado o su estado actual, lo que le llevaba a preguntarse en 1965 por la posibilidad de una intervención directa del hombre sobre sus propios genes, un tema que hoy es de actualidad plena. En los países con suficiente desarrollo científico como para actuar sobre el genoma humano, las grandes religiones monoteístas no lo permitirían, razonaba Coon. En aquella época la Unión Soviética y la China maoísta padecían un gran atraso en materia genética y quedaban descartadas. La mirada inquisitiva de Coon se detenía entonces en Japón, un país con grandes capacidades tecnológicas y que había controlado su demografía por medio de campañas de planificación familiar; es decir, un pueblo con iniciativa, conocimiento y disciplina. Para Coon existía el peligro cierto de que, gracias a la manipulación genética, los japoneses pusiesen a su raza por delante de las demás, algo que hoy nos parece una completa simpleza (pero aún no está decidido qué vamos a hacer con nuestro conocimiento del genoma humano).

El modelo evolutivo de Weidenreich-Coon todavía encuentra defensores, aunque todos ellos insisten más en lo que tienen en común las poblaciones actuales que en lo que las diferencia, ya que hoy se sabe que es tan escasa la separación genética que ni siquiera está justificado que se utilice el término 'raza' aplicado a los humanos (y debería quedar relegado para uso exclusivamente ganadero y veterinario). Nuestra especie es una de las más homogéneas que existen entre los mamíferos, aunque las diferencias de color puedan hacer pensar a primera vista lo contrario. De hecho, hay más variación genética dentro de cada población humana que entre unas y otras. O dicho de otro modo, los individuos típicos (o promedio) de las distintas poblaciones humanas difieren genéticamente menos de lo que lo hacen entre sí los individuos extremos de una cualquiera de las poblaciones humanas (técnicamente se dice que es mayor la varianza intrapoblacional que la varianza interpoblacional).

Al modelo evolutivo de Weidenreich-Coon se opone otro (con el que simpatizo) que afirma que sólo somos herederos de una de las poblaciones antiguas, concretamente de una que vivió en África hace unos 200.000 años. Se explica así por qué somos tan semejantes los humanos. Las demás poblaciones antiguas (en realidad especies distintas de la nuestra) no habrían aportado casi nada o nada en absoluto a nuestro acervo de genes.

No soy quién (nadie lo es) para juzgar las verdaderas intenciones y sentimientos que Carleton S. Coon escondía detrás de sus hipótesis científicas, y no sé si Coon pensaba o no que unas razas eran superiores a otras. Tal vez el viejo Coon pisó sin querer, como muchos otros antropólogos de los dos siglos pasados, minas ideológicas peores que las que preparaba el joven Coon en la guerra. Pero sí es indudablemente cierto que afirmaba que la humanidad estaba escindida desde su mismo origen en cinco ramas distintas (caucasoide, capoide, congoide, mongoloide y australoide), o, en sus mismas palabras, que la humanidad actual tenía cinco cunas en lugar de una sola, y que como resultado de esas desigualdades de nacimiento y cuna los miembros de los diferentes pueblos de la Tierra debían ser educados de distinto modo, atendiendo a sus particulares capacidades e inclinaciones. Las enseñanzas de Cambridge y de Harvard no serían pues adecuadas ni convenientes para todo el mundo; desgraciadamente ése es el programa que han defendido los racistas (y clasistas) de todas las épocas: educar de forma diferente para justificar y perpetuar las diferencias.

Milford Wolpoff, un vociferante defensor actual del esquema evolutivo de Weidenreich, acusa de racistas a los partidarios del origen único y reciente (y posiblemente africano) de nuestra especie, de toda nuestra especie. Según él, los que consideramos a los neandertales una especie diferente (o casi) de la nuestra estaríamos comportándonos como los viejos racistas que trataban a las poblaciones humanas vivientes como si fueran varias especies, cerrando los ojos ante el hecho evidente de que se pueden reproducir entre sí. Pero, a mi juicio, lo que más favorece los argumentos de los racistas no es el supuesto racismo retrospectivo hacia los neandertales, sino justamente lo contrario: sostener que los asiáticos, los australianos, los africanos y los europeos descendemos de cadenas independientes de antepasados (las cunas de Coon) que llevan evolucionando más o menos aisladas en distintas partes del mundo desde hace cientos de miles de años.

La moraleja de esta disputa entre antropólogos sobre genealogías es que la ciencia no está nunca situada al margen de las ideologías; nunca es incolora, inodora e insípida. Cada descubrimiento realmente nuevo, trátese de la evolución, del origen del hombre moderno o de la clonación, agita las aguas del debate intelectual y nos obliga a tomar decisiones. Por eso, algunos preferirían que no se investigase. Pero es la verdad, y no la ignorancia, lo que nos hará libres.

Juan Luis Arsuaga. Catedrático de Paleontología de la Universidad Complutense de Madrid. Codirector del equipo de Atapuerca.

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