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Columna
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Excentricidades

Cuando comencé este artículo por vez primera hubo un pico de tensión en la red eléctrica. Mi ordenador se apagó y perdí toda la información. Claro, se dirán ustedes, es bastante normal que eso suceda de cuando en cuando. Pero es que últimamente mis sospechas respecto a este ordenador van más allá de considerarlo una simple máquina llena de cables y circuitos. Por el contrario, yo creo que este ordenador es un ser vivo y quiere joderme -y después de decir esto, el ventilador de la máquina se ha encendido solo, gozoso tal vez de ver mis revelaciones escritas en su propia pantalla-. No crean, es algo que asusta.

La primera vez que me di cuenta de que mi ordenador me vigilaba fue una tarde, en la sala. Por la tele salía un coro de laringectomizados que con su extraño canto recordaban a la sociedad que fumar es malo para la voz. Pero, a pesar de la espectacularidad del coro, algo en el ordenador me llamó la atención. De pronto giré la cabeza y ahí estaba, esa lucecita verde parpadeante del monitor, que me guiñaba el ojo con manifiesta persistencia. Ya me habían avisado que no colocase varios electrodomésticos en la sala de casa, y no hice caso. Me dijeron: 'No pongas la tele y el ordenador en el mismo cuarto, que explotan', y yo me encogí de hombros: no tenía otro sitio donde colocarlos. La lucecita esa verde -quién sabe, tal vez había estado siempre ahí- me seguía guiñando, y empecé a ponerme nervioso. Todavía tenía un artículo por escribir, y la luz verde parecía insultarme: 'Capullo. Capullo. Capullo', decía. Fue entonces cuando comencé a hacerme preguntas, por ejemplo: ¿Quién inventaría el horrible color gris universal de los ordenadores?

He olvidado decir que desde mi cuarto puedo ver la sala, y que aquella noche al acostarme, sin haber escrito mi artículo, veía desde mi cama la luz verde parpadeando, eterna, inalterable, perseverante. Maldije a los fabricantes de ese ordenador que de alguna forma me llamaba, y que estaba consiguiendo desvelarme. Acabé levantándome de la cama y, ni corto ni perezoso, corté un poco de cinta aislante y tapé el ojo verde del ordenador. El parpadeo cesó. Regresé a la cama, y me acosté, satisfecho, pero no pude evitar echarle una última mirada a la máquina. Y cuál fue mi sorpresa cuando vi que la luz verde del ojo, aquel brillo parpadeante, aquel resplandor intermitente tan molesto aún se percibía ostentosamente entre las rendijas de una tapa del monitor. Todavía no había escrito mi columna, pero lo más vistoso de la actualidad era la amenaza nuclear contra los puentes de San Francisco. Y sin embargo, había tantas otras cosas por escribir, tantas que escapaban a mi memoria, y allí estaba yo, pendiente de la guerra, inmerso en la paranoia global, tirado en la cama, mirando aquella luz verde que se iluminaba como un anuncio de neón encendido en la noche, y el artículo para mañana, y dos cucharaditas de ántrax con el café, y en esto que arrojo las sábanas, me levanto, enciendo la luz del pasillo y voy a la sala y me siento en el sofá frente al ordenador y le miro fijamente. Desde luego, es una máquina bastante fea.

Pongo el maldito ordenador en marcha y me enchufo a Internet. Entro en un chat, de esos en los que la gente no dice más que bobadas, y de pronto me mandan en bandeja un mensaje privado. El nick del remitente, por extraño que parezca, es Bin Laden. Comienzo a hablar con él: 'Hola Bin'. 'Hola', me contesta. '¿Eres chico o chica?', pregunto. 'Soy sólo un muyahidin', me responde. 'Pues imagínate, Bin, ahora seguro que alguien está localizando tu dirección de correo electrónico para averiguar tu identidad. Primero te investigarán, luego leerán tus mensajes, tal vez esta conversación esté siendo registrada ahora y alguien te haga una visita en las próximas horas. Quién sabe'. Bin Laden guarda silencio, pero creo que no he logrado asustarle. No es un paranoico. Por fin, me contesta: 'No digas chorradas. No podéis pillarme. Estoy donde menos os lo imagináis. Alá es grande. Viva la yihad islámica. Agur'. Y desaparece. Es curioso haberle oído decir 'agur' a Bin Laden.

Apago el ordenador. Le pongo un poco más de cinta aislante negra y el resplandor verde cesa. Mañana escribiré este artículo, si es que no lo estoy escribiendo ya, por una excéntrica paradoja temporal. Por supuesto, intentaré no hablar sobre la guerra.

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