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Columna
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Estrategia antiterrorista

En La Escuela de Platón de Fernando Savater, Fedón, uno de los discípulos del filósofo, confiesa que vive atormentado por el pensamiento de la muerte y que lo que le acerca al maestro es la esperanza de que éste pueda transmitirle: 'la secreta consigna que permite atarearse y disfrutar como si no supiésemos lo que sabemos, lo único que importa'. Que vamos a morir. Pero saberlo es precisamente lo que nos convierte en mortales -nos lo recordó Borges en Ficciones-, lo que nos distingue por lo tanto del resto de las criaturas, que son inmortales porque ignoran su muerte.

'Atarearse y disfrutar' dice Fedón, para desentendernos de lo que sabemos. Y ése me parece un resumen perfecto de lo que es nuestra vida: un trajinar entre la atención y el despiste, entre el conocimiento y el intento de olvido. Pienso y escribo esto al comienzo de un puente, que es además el de todos los santos, es decir, el de todos los muertos. El domingo, cuando se publique esta columna, habrá empezado la operación retorno. La ida y la vuelta de estas mini-vacaciones dejarán docenas de víctimas en las carreteras como cada puente; en realidad, como cada fin de semana. Y es que las posibilidades de morir o de descalabrarse en un coche son altas. Lo dicen todas las estadísticas y todos los cálculos comparativos. Y sin embargo a la mayoría de la gente le sigue dando más miedo volar. O, por poner temores más recientes, saltar por los aires en un atentado. O recibir una carta envenenada. Es decir, que a la mayoría de la gente le asusta mucho más lo prácticamente imposible que lo altamente probable.

'La acción terrorista no se detiene en el atentado. Continúa insidiosamente en el recuerdo. Por eso se combate también al combatir el miedo'

Que el miedo humano opera así, con esa absoluta falta de lógica, lo saben los terroristas y lo aprovechan. Y por eso se llaman terroristas, porque su triunfo último es el terror que siembran; si no se llamarían de otra manera, simplemente delincuentes o asesinos. El destrozo puntual del terrorismo, con ser mucho, no es nada comparado con las heridas y las muertes del miedo que contagia. Abstractas, fantasmales, y por ello mucho más difíciles de entender y remediar.

En septiembre, el derrumbe de las Torres Gemelas sepultó a miles de personas en Nueva York. Desde entonces son, en todo el mundo, millones los que han cambiado sus 'tareas y disfrutes' para no tener que coger un avión. Los que compran máscaras anti-gas y cambian de dieta. Los que no abren el correo o lo hacen con el corazón subido. Y muchísimos también, por poner ejemplos que son nuestros desde hace mucho tiempo, los que ya no se atreven a recoger un juguete del suelo y dárselo al primer niño que pasa. Los que no se montan en algunos coches sin pensar o mirar. Los que no abren con alegría, despreocupadamente, los envíos postales, con el gusto que da romper de cualquier manera las cartas y los paquetes abultados.

La acción terrorista no se detiene en el atentado. Continúa insidiosamente en el recuerdo. Por eso se combate también al combatir el miedo. O mejor, no se combate sin combatir el miedo. Pero el miedo es algo que suele descuidar la lucha antiterrorista convencional, que concentra sus ideas y sus recursos y sus esfuerzos en el rastreo de los terroristas y en los blindajes múltiples de la seguridad.

Es posible que cerrar a cal y canto la cabina de un avión, o repartir entre la población máscaras anti-gas, vacunas y antibióticos, sean medidas eficaces de protección -aunque el elemental pensamiento de que siempre quedarán objetivos no protegidos y bacterias no asegurables las cuestione enseguida-, pero no son, desde luego, medidas antiterroristas, porque lejos de combatir el miedo, lo alimentan. En qué sino en amenazas y peligro va a pensar alguien que tiene una máscara de goma en la mesilla. En qué, el turista al que se cachea y escanea y se hace viajar, separado del piloto de su avión por un telón de acero.

Medidas antiterroristas son las que ayudan a la gente a combatir el terror. A rebelarse contra los estados de excepción mentales que el terror instaura. Contra las amenazas que inventa. Contra la autoprohibición de circular, comer, hablar, acompañar que impone. Contra la autocensura que nos aconseja dejar de ser como fuimos: espontáneos, distraídos del miedo a morir, puntualmente inmortales por ello. Este apartado -'tareas y disfrutes' del olvido del miedo- debería formar parte de la lucha antiterrorista, ser, por definición, uno de sus objetivos prioritarios.

He empezado esta columna con una cita de Fernando Savater, quiero cerrarla con estos versos magníficos de Joseph Brodsky: 'Si supiera Herodes que a mayor poder, más cierto e infalible es el milagro'. Esa me parece una buena estrategia antiterrorista: difundir la creencia en el milagro de la libertad contra Herodes. De la libertad de vivir a diario como si él, ellos, los terroristas no existieran. De esa manera, como su nombre indica, no existirían.

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