La hora de la política
'Podemos plantearnos otra globalización, al lado de la automática de los mercados: la extensión de la justicia y de los derechos humanos'
En tiempos de ruido mediático como los presentes -aunque no todos los medios se sumen a ello-, corremos el riesgo de que el peso de los titulares entorpezca la reflexión: de que nos volvamos todos demasiado simplistas, a fuerza de querer explicar la realidad con pocas y sobre todo contundentes palabras. Pero no podemos, como sociedad madura, dividir el mundo en buenos y malos, ni deberíamos acogernos al asilo mental de expresiones fáciles, porque es cómodo hablar de 'choque de civilizaciones', pero con eso dejamos fuera de nuestro ámbito a millones de personas con aspiraciones de paz, tan válidas como las del mundo occidental. Como en la vieja canción, vale la pena decir no a unas cuantas cosas, empezando por el uso de paradigmas étnicos o religiosos para definir a las personas. La realidad, incluso la realidad en tiempos de guerra, siempre es más compleja. Y la complejidad exige una reflexión más profunda y, si cabe, más serena. Reflexión, es decir, ideas. Ideas como escudo ante la incertidumbre, ante el miedo, ante -también- la pasividad. Y en este contexto, decir ideas es decir política. La política como instrumento para reinterpretar el mundo.
Reclamar hoy en día un mayor protagonismo de la política puede parecer fuera de lugar -o fuera de época-, pero no estoy hablando de partidos y estructuras, sino de algo previo y más profundo: del compromiso personal con la polis. Al leer las memorias de Stefan Zweig, uno no puede evitar comparar su Viena rica y despreocupada con la situación política actual, salvadas sean las distancias. Y es que los intelectuales -y los ciudadanos- vivían alegremente alejados de la política, mientras la hiedra del nazismo comenzaba a trepar por los márgenes de la sociedad. Sin que nadie se diera cuenta, en ese espacio de razón y orden se colaron la xenofobia, el racismo y toda la locura que llevaría a Europa y al mundo a la peor de las guerras. Pasados los hechos, próximo a su muerte, Zweig habla con desesperación de la desaparición de la Política (con mayúsculas) de su sociedad y juzga este hecho extremadamente grave. Porque la política tiene que ver con la capacidad de defender las propias ideas en un contexto de respeto democrático. Requiere, entre otras cosas, unos medios de comunicación capaces de acogerlas y difundirlas; es decir, de propiciar un debate serio y constante.
Es cierto que el proceso de despolitización de la sociedad viene de lejos, pero no está de más recordar que a la década hiperpolitizada de la transición siguió una generación individualista y abocada al triunfo personal, a la apetencia de dinero que simbolizaban los yuppies, los modernos en general. Este proceso anduvo acompañado de la comodidad que da la estabilidad democrática y hasta del descrédito que provocan los muchos errores y deslices. Pero sería grave confundir a los políticos -a algunos políticos- con la política y avalar así la desmotivación general: que se ocupen otros de la cosa pública, que piensen ellos. Es en momentos de estabilidad, precisamente, cuando con más pasión, con más riesgo, podemos enfrentarnos a los dogmas y apostar por las ideas. Porque estamos hablando, insisto, de ideas, y lo que hemos vivido es un proceso mucho más perverso: es el declive de las ideas en favor del pensamiento único, el enfriamiento de los valores de las democracias progresistas -justicia, equidad- en favor de la economía, dueña y señora, según parece, del orden mundial.
Por eso es significativo que una de las formas de reengancharse al debate, de rebelarse contra la unívoca indiferencia, sea precisamente la de los jóvenes y no tan jóvenes que desbordan la política convencional en su contestación radical al sistema. Me refiero a un deseo de justicia, no a los destrozos callejeros, porque la gamberrada y la violencia gratuita no son una lucha, ni una protesta, ni un manifiesto. Son simplemente una impotencia. Las ideas siempre llegan más lejos que las pedradas. Y vale la pena recordar que cuando se produjo en Barcelona, el pasado junio, la contestación al Banco Mundial, hubo manifestación y hubo bochornosos y minoritarios incidentes, pero hubo sobre todo debate, hubo ideas en juego en la Rambla del Raval, en el corazón nuevo de la ciudad vieja, de la ciudad que hoy se muestra más mezclada y más abierta y más receptiva. Hubo política. Ése es el espíritu de la ciudad, eso es la polis. Y eso es lo que necesitamos, como antídoto a la violencia estúpida, como interrogante ante las aventuras bélicas, como defensa ante la visión monolítica del mundo: necesitamos más política, más pensamiento.
Estamos en el momento, incierto, de plantearnos un nuevo orden mundial y no queremos -no deberíamos querer- repetir los vicios del siglo pasado. Si de verdad está comenzando el siglo XXI, tiene que ser un siglo de equilibrios, de nuevas fórmulas de relación entre países, entre culturas, entre creencias, entre personas. Podemos plantearnos otra globalización, al lado de la globalización automática de los mercados mundiales, y buscar la extensión paralela de la justicia y los derechos humanos, y la dignidad para todos. No podemos, en todo caso, renunciar a construir el mundo, porque el proceso está en marcha y no se detiene. Debemos aspirar a intervenir, no físicamente, sino desde el terreno de las ideas y los valores democráticos: eso es la política. Y puede manifestarse de muchas formas diferentes, con todos los matices, con las múltiples participaciones que se están gestando ya en nuestra sociedad. Pero con las ideas, con ese pensamiento individual -sostén de la política- que representa la ruptura del pensamiento único, de la pasividad y de la indiferencia. Y personalmente, atribuyo esta responsabilidad a la izquierda, porque es la que posee la tradición de cuestionar el orden establecido y el bagaje de valores que aseguran la cohesión social. Y desde esta perspectiva, no está de más permitirnos el optimismo: otro mundo es posible.
Y las ciudades tienen un papel fundamental en su construcción, porque es en el ámbito de lo local donde las ideas -donde la política- se encarnan, no en palabras, sino en acción concreta: donde se labran los equilibrios o los desequilibrios que marcan después a la sociedad toda. Por eso, las ciudades adquieren hoy un protagonismo esencial en la extensión de la democracia y el buen gobierno a zonas del mundo que todavía no lo practican. Pero, además, las ciudades son el laboratorio del nuevo orden, basado en la curiosidad, la tolerancia y el respeto, basado en el gran pacto cívico sobre el cual funcionan. Bueno sería que fueran también el escenario de la regeneración del concepto de política, en una acepción más amplia, más profunda y más activa.
Joan Clos es alcalde de Barcelona.
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