_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Sombras de la ciudad

En los transportes públicos de nuestra antaño alegre capital deambulan los que aún no poseen automóvil y los que hemos dejado de tenerlo. Es decir, los muy jóvenes y los ancianos. Me embarga la impresión de que sigue siendo fácil el destino de las críticas sobre la insuficiencia crónica de la gestión municipal. En épocas dictatoriales el blanco de las públicas protestas ciudadanas era el Ayuntamiento, quizás porque nadie le había dotado de los resortes idóneos para evitarlo, pero el paso del tiempo parece que poco ha hecho para enmendar su plana. Vivimos en una de las ciudades europeas occidentales más sucias, jamás acabada, túnica de Penélope de rebajas que oscila entre el trapero y el remiendo, con las entrañas, las canalizaciones al aire, viejos edificios tambaleantes, polvo y escombros por doquier. La diferencia específica con el World Trade Center de Manhattan es que aquello tendrá remedio a medio plazo.

Cierto que en las calles señeras el servicio de limpiezas funciona, domingos incluidos, en jornadas continuadas de siete horas, aunque no sea bastante en las inmediaciones de los hebdomadarios locales de copas y sus frecuentemente inmundas consecuencias. La dotación es, a cualquier luz, deficiente y nos colman de perplejidad las modernas máquinas portátiles que recorren algunas aceras concurridas. La otra mañana, en la Gran Vía, mientras me ofrecía el supremo refinamiento de que me lustrasen los zapatos (400 pesetas), uno de esos artilugios, con airosa deferencia, nos contorneaba, al limpiabotas y a mí, cepillando la acera. La tarea se llevaba a cabo con tanta sutilidad y delicadeza que parecía que por allí no hubiera pasado nadie.

La palma, palma ajada y quebradiza, se la llevan las líneas de autobuses. Que un vehículo de línea regular tarde en llegar entre diez y veinte minutos sólo queda equilibrado cuando aparecen de dos en dos. Un espíritu perverso dispuso, no hace mucho, la dispersión de las paradas que comparten tramos comunes y eran una cómoda alternativa en trayectos cortos, compatible con los más amplios trazados.

Usuario avezado, voy adquiriendo hondos conocimientos, que dan lugar a muy poco entusiasmo. Los conductores se reparten en dos amplios grupos: los competentes, que esquivan con habilidad el caos callejero, sorteando coches, furgonetas, motos y camiones -que circulan por la ciudad como en un tramo aburrido del París-Dakar- o están aparcados, con olímpico desdén, en dobles, triples filas, en esquinas comprometidas, adelantando o girando sin previo aviso, y los que parecen rumiar un disgusto personal con la mecánica, arrancan a tirones, aceleran y frenan como en las películas. Hay que anotar, una vez más, el autodominio gimnástico del viajero madrileño, que suele mantenerse vertical, como el lobo marino durante la tempestad. El número de bajas es insignificante, considerado el riesgo que afrontan.

Hace poco más de un año se instalaron las máquinas controladoras, junto al acceso anterior, lo que ha simplificado y aliviado, sin duda, la tarea del empleado. Con afinadas dotes auditivas se limita a identificar el sonido correcto del boleto al ser introducido y desenmascarar el menor intento de fraude a la compañía. '¡Eh, usted: ése billete no vale', corrige cualquier comportamiento doloso. Me parece que no se tomó en cuenta que muchos pasajeros pertenecen a edades avanzadas y que la operación de extraer el bonobús del bolsillo, introducirlo en la ranura y volverlo a guardar requiere unos largos segundos de desamparo, los que transcurren mientras el coche se pone en marcha y no siempre hay a mano una barra o un asidero salvador. Son los peligros que acechan al jubilado, en su irreflexivo empeño de pasarse el día en la calle, eficazmente protegidos por san Isidro y la Almudena.

Como en botica, hay de todo. El talante general de los que manejan esos monstruos suele ser amable y competente, entreverado de algún bilioso que parece disfrutar dejando en tierra al sofocado ciudadano que implora ante las portezuelas recién cerradas. Y es que, como decía un capellán castrense, recién concluida la guerra civil, a unos prisioneros: 'Ya sé que el 70% de vosotros sois buenas personas, pero, ¡anda que el otro setenta...!'

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_