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OBSERVATORIO ECONÓMICO
Columna
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Un nuevo tipo de 'economía de guerra' para EE UU y el mundo

Los terroristas que destruyeron las Torres Gemelas del World Trade Center y parte del Pentágono también han lesionado la economía mundial. Al final, cientos de miles de personas sufrirán una recesión innecesaria, más aún en Oriente Próximo y África que en Europa y Norteamérica.

Las guerras a la antigua usanza, como las dos guerras mundiales y la guerra fría entre la URSS y Occidente, estimularon el gasto y crearon fuertes oportunidades laborales. Esta vez será distinto. Esta vez harán falta medidas de los Gobiernos y estímulos de los bancos centrales para evitar la depresión masiva a la que un sistema puramente capitalista sería propenso, como ocurrió entre 1929 y 1935.

Voy a explicar cómo estarán probablemente las economías mundiales en los próximos seis meses, y posteriormente analizaré las políticas correctas e incorrectas para recuperar a mediados de 2002 el rumbo de recuperación del que nos desvió el terrorismo irracional.

No hay ninguna locomotora, excepto la estadounidense, que pueda hacer cambiar de rumbo la inminente recesión mundial

Ahora son otros países y no Estados Unidos los que se están viendo más afectados. Japón, que ya estaba en recesión, perderá la demanda de exportaciones que tanto necesitaba. Hasta cierto punto, esta misma crisis lesionará a la Unión Europea y a otras economías de la Cuenca del Pacífico, como las de Singapur, Corea, Taiwan y Hong Kong.

No hay ninguna locomotora, salvo la estadounidense, que pueda contribuir a amortizar y cambiar de rumbo la inminente recesión mundial. Por consiguiente, voy a enumerar las probabilidades estadounidenses presentes y del futuro cercano.

Antes del 11 de septiembre, los expertos en pronósticos económicos coincidían en la opinión de que Estados Unidos estaba al borde de una suave recesión. Se podía seguir el rastro de sus causas hasta la explosión, a principios de 2000, de la burbuja de la nueva economía de Wall Street.

En Main Street, el exceso de capacidad en la fabricación y el fuerte apalancamiento empresarial se reveló como el legado de lo que se había convertido en un exceso de relajación de capital de riesgo demasiado optimista. Parte de la supuesta mejora de la productividad total de la alta tecnología de los años 1995 a 1999 fue verídica, aunque no toda. Esta época concordaba perfectamente con la teoría de Joseph Schumpeter de 1912 sobre los beneficios innovadores (temporales) del cuasimonopolio. Temporales porque la difusión del nuevo conocimiento tiene inevitablemente que erosionar los grandes márgenes iniciales de beneficios de los innovadores.

No es sorprendente que se aceleraran los despidos masivos de empleados en Estados Unidos y el extranjero durante el invierno, el verano y el otoño, mientras la inversión empresarial caía en picado. Sin embargo, tardó más en llegar el declive en el gasto de consumo estadounidense, previsto en un momento en que su riqueza neta se había visto fuertemente afectada por la caída de Wall Street y cuando sus ingresos futuros peligraban por el miedo al despido. Las serpientes no mueren al instante cuando reciben un ataque mortal, y tampoco los aspirantes a Barnum pierden rápidamente sus sueños de plusvalías anuales perpetuas de dos dígitos.

Todo esto explica por qué los expertos en economía se fueron a dormir el 10 de septiembre de 2001 con la idea optimista de que a finales de año la locomotora estadounidense se habría vuelto a recuperar. Para 2002 apostaban por la vuelta del crecimiento real del PIB estadounidense hasta un tipo del 2% o 2,5% anual. Cierto es que era inferior a las tasas de crecimiento del 4% o 5% de la luna de miel de finales de los noventa, pero esa perspectiva seguía siendo tranquilizadora para los estadounidenses, y para los europeos y asiáticos cuya prosperidad depende de la nuestra.

Por desgracia, lo que sucedió el 11 de septiembre es la clase de acontecimiento macroeconómico que hace que los economistas vuelvan a las mesas de dibujo. Significa que con toda probabilidad Estados Unidos ya ha entrado en recesión, y se ha unido a Japón y Singapur.

Tras más de cien meses de avance mundial en los años noventa, seis o incluso nueve meses de ralentización en EE UU no significarán que los cielos se hayan caído permanentemente. Como uno de los pocos economistas vivos que han conocido bien la gran depresión de entreguerras, me apresuro a afirmar que sería paranoico esperar que en Estados Unidos y Europa vaya a darse un retorno del colapso de los años treinta, cuando miles de bancos fracasaron, millones de empresas quebraron y un número equivalente de hipotecas inmobiliarias dejaron de pagarse.

Cierto es que, de bebés, nosotros los humanos seguimos naciendo con el mismo cerebro que el hombre de las cavernas. Pero ninguna democracia volverá a tolerar la parálisis del presidente Herbert Hoover (1929-1933). Desgraciadamente, Japón, entre 1990 y 2001, se ha acercado demasiado a esa patología. Con todo, estoy diciendo algo importante, al imaginar que existe una probabilidad racional de uno entre cuatro de que durante el año 2002 el estancamiento mundial pueda traer consigo una decepción respecto a las oportunidades laborales y unas ganancias por debajo de lo normal en los salarios medios reales.

¿Por qué este regreso de un azote tan antiguo? Si efectivamente regresa -y recuerden que hay tres probabilidades entre cuatro de que no sea así- será por el círculo vicioso del 'quién fue primero, la gallina o el huevo' entre un decaído Wall Street y la preocupación en Main Street. A la mañana siguiente, la gente recuerda las burbujas ascendentes en la especulación y la creación de empresas nuevas. Pero sólo los historiadores recuerdan que también ha habido muchas burbujas descendentes en el pasado.

Sí, la Reserva Federal de Alan Greenspan preparará las inyecciones de creación de crédito. Sí, los grifos del gasto fiscal se abrirán para apagar los incendios económicos. Y, sin lugar a duda, algunos expertos en economía recordarán al presidente George W. Bush lo que enseñan en Yale, su alma máter: que la reducción de las cargas fiscales sobre quienes están dispuestos a gastar sin ser ricos es la forma más poderosa de macropolítica para contrarrestar los ciclos.

En momentos fáciles, cuando brilla el sol, uno puede salir del paso incluso con la aritmética difusa de Bush. Es cuando los vientos se vuelven adversos, e incluso perversos, cuando las democracias más necesitan la lección de historia económica que tanto ha costado aprender.

Afortunadamente, la era Clinton dejó al presidente Bush y al Congreso estadounidense con un amplio superávit de reservas fiscales. Se aprovecharán para subvencionar a la enferma industria de las aerolíneas, y a las duramente golpeadas aseguradoras que tienen fuertes obligaciones por las vidas perdidas y las estructuras destruidas.

Los bombardeos sobre Afganistán y, posiblemente, sobre otras regiones absorberán mano de obra y añadirán algo al gasto del PIB. Ya está previsto ampliar los programas de subsidio de desempleo. Una tercera política precipitada consistiría en abundar en los imprudentes recortes fiscales efectuados por Bush para mí y mis acaudalados vecinos de los barrios residenciales. Afortunadamente, el control del Senado por parte del partido de oposición al presidente Bush reduce la probabilidad de que agravemos ese error.

Lo mejor de todo sería una ley de los dos partidos para reducir todos los impuestos sobre las nóminas y los impuestos federales sobre el consumo durante un periodo de dos años; por ejemplo, entre un 10% y un 15%. Eso tentaría a la gran mayoría de las familias a gastar durante un plazo limitado. Y restaurar los tipos fiscales a partir de 2004 podría contribuir a preparar nuestro sistema de Seguridad Social para las hordas de personas que nacieron en la época de explosión de la natalidad y que se jubilarán durante la segunda década del siglo XXI.

Además, los que se beneficiarán de estos sensatos macroprogramas activistas de Estados Unidos serán sus vecinos y aliados.

© 2001, Los Angeles Times Syndicate International, división de Tribune Media Services.

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