Hojas secas
Me gusta pasear por los parques en otoño y pisar hojas secas. Pero no se alarmen, no tengo ninguna intención de ponerme melancólico ni de deleitarles con un recital poético de temporada. Sí les diré que me gusta caminar sobre ese manto vegetal porque me siento muelle, noto que mis pasos se suavizan como la tierra misma que piso y que he vencido un ciclo, otro, y esos restos del año me procuran una satisfecha ligereza. Pisar hojas secas es un ejercicio saludable para el ego. Pues bien, se acabó la lírica y déjenme que firme con la ayuda de un símil: hay preguntas que son como hojas secas. Volanderas y carentes de savia, están ahí para dar un impulso a nuestro pie y dejarnos satisfechos como una naranja temprana.
Me preguntan por la guerra, por ejemplo. Y tengo que responder con un sí o un no. Ante tan parca disyuntiva, respondo por supuesto con un no, aunque sospecho que en realidad no he respondido a nada y que mi negativa será aplicada a una realidad sobre la que de hecho no se me había preguntado. ¿Sobre qué guerra me preguntaban y qué encubría esa palabra terrible: guerra? Intuyo que me preguntaban por la intervención de las fuerzas aliadas en Afganistán, que es lo que más se parece de lo que está aconteciendo a una guerra convencional. Pero limitar a eso el alcance de la guerra supone ignorar, y velar en la inocencia, a la otra parte del conflicto, a la que realmente inició la agresión, por más o menos difusa que pueda parecernos. Como alternativa, se me agolpan una serie de preguntas. ¿Conviene acabar con el terrorismo internacional? ¿Se puede consentir que un país cobije y ampare a un grupo terrorista capaz de organizar una masacre en un país extranjero y de sembrar el pánico y la inseguridad en gran parte del mundo? ¿Estamos dispuestos a defender los valores laicos y democráticos -entre los que se incluye la libertad de cultos- que orientan nuestras sociedades, valores cuya concreción y desarrollo se verán seriamente mermados por el terror que se nos pretende imponer?
Cuando el enemigo, con un poder de destrucción tan alto como el que ha demostrado tener, se enmascara hasta el extremo de desterritorializarse y diluir su identidad, ¿cómo se lo puede combatir? ¿Es incompatible la defensa de un orden internacional más justo -que impida, por ejemplo, la obligatoriedad del burka y otras vejaciones a las mujeres afganas- con la respuesta inmediata al agresor allí donde éste muestre un territorio protegido y la mutua complacencia con un poder político establecido? ¿Busca el terrorismo internacional un orden más justo o, simplemente, apropiarse del poder más injusto? ¿Podemos seguir eximiendo de responsabilidades, con el paternalismo que nos caracteriza, a los gobiernos despóticos que administran la pobreza de sus países? ¿Son los afganos más inocentes que usted y que yo como para utilizar su inocencia como argumento y negarles de paso la dignidad que a nosotros sí nos la otorgamos? Naturalmente, no estoy defendiendo la agresión a ningún país en nombre de los valores democráticos, sino que trato de desmontar algunas falacias que en nombre de un humanitarismo acomodado no hacen más que reforzar el statu quo actual de humillados sin remedio y poderosos que además se compadecen. Por lo demás, aborrezco la guerra, y abogo por un control estricto de su desarrollo que evite daños colaterales. Por cierto, ¿distinguen los terroristas entre objetivos militares y daños colaterales?
Se me pregunta también por la conveniencia o no del diálogo para resolver los conflictos y por la existencia o no en Euskadi de un problema político. Les aseguro que no entiendo la oportunidad de tales preguntas, que parecen surgidas desde la ceguera de la realidad o desde un angelismo insensato. No tendrían sentido si no fueran torticeras. Preguntar si cree en el diálogo a una ciudadanía democrática que ejerce como tal supone ignorar conscientemente que se vive en una sociedad democrática. Podrían hacerles la pregunta a quienes se han situado, también conscientemente, al margen de ella, a los terroristas, y que nunca han creído en los valores de la dialéctica ni los han practicado. En cuanto al problema político, lo hay, es evidente, como en todas partes. Querer superarlo por vía expeditiva, es decir, eliminarlo, supone también ignorar la tensión propia de toda sociedad democrática, un tipo de sociedad que propicia la expresión de los conflictos y que recurre a la convicción, el diálogo, el consenso y el juego de mayorías para encauzarlos, nunca para eliminarlos. En fin, hojas secas de un otoño de las que algunos siempre pretenden sacar su primavera.
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