La naturaleza del conflicto
Cuando Silvio Berlusconi -el ahijado europeo de José María Aznar, no sé si recuerdan aquel feliz padrinazgo...- expresó ante la prensa sus torpes argumentos acerca de la superioridad de la civilización occidental sobre la islámica, toda suerte de vestales bienpensantes, pacifistas a la violeta y antimperialistas inveterados gritaron albricias: después que el impresentable creador de las mamma ciccio hubiese manoseado tal planteamiento, éste quedaba invalidado para siempre jamás.
La realidad, sin embargo, ha venido a torcer esos augurios. Los últimos mensajes de Bin Laden y adláteres, y bastantes de las reacciones que nos llegan procedentes del mundo musulmán han llevado a otros líderes europeos más solventes a sostener tesis que, dichas por Berlusconi, hubiesen sido objeto de befa y escarnio; es el caso de Gerhard Schröder. En el penúltimo número del semanario Die Zeit, el canciller socialdemócrata alemán rechaza que el motor del terrorismo islamista sea vengar injusticias políticas, sociales o económicas, y precisa: 'Yo lo veo como un conflicto entre la Edad Media, por un lado, y la modernidad, por otro. Estados Unidos sólo representa el símbolo máximo y más poderoso de la modernidad, de lo que llamamos civilización occidental. Y es también el símbolo opuesto a las estructuras medievales a las que aspiran los talibanes y sus aliados espirituales'.
Paralelamente, y en este mismo diario, la impresionante erudición del profesor Antonio Elorza ha desautorizado a esos bienintencionados según los cuales lo del 11 de septiembre fue una locura que no tenía nada que ver con el islam. Elorza ha puesto de relieve, por el contrario, las profundas raíces doctrinales de Bin Laden en el wahhabismo saudí, sus motivaciones esencialmente religiosas -Palestina o Irak son meras coartadas legitimadoras-, su convicción de que la umma o comunidad de los creyentes es superior a cualquier otro colectivo humano. El profesor Anthony Giddens, por su parte, ha manifestado -también en EL PAÍS-: 'El fundamentalismo (no es sólo) aquello en lo que crees, sino lo que piensas de los otros que no creen en las mismas cosas'.
Pues bien, gracias a los vídeos emitidos por Al Yazira sabemos ya que, según los máximos dirigentes de la red Al Qaeda, 'el mundo se divide entre los creyentes y los infieles', esos infieles cristianos que expulsaron a los musulmanes de Al Andalus hace cinco siglos, esos infieles judíos que se atrevieron a hollar la tierra sagrada de Palestina hace 80 años. Sabemos también que, en Arabia Saudí, los manuales escolares de religión inculcan a los niños cosas como ésta: 'Es obligatorio que los musulmanes sean leales los unos a los otros y que consideren enemigos a los infieles'. Y, a pesar de la condescendencia con que el ministro de Asuntos Exteriores cairota, Ahmed Maher, asegura: 'Siempre hemos tenido un diálogo y una mezcla de civilizaciones en el Mediterráneo, en Egipto', sabemos que -por fortuna- ninguna comunidad musulmana en Occidente conoce la marginación, el acoso sangriento que padecen los seis millones de coptos egipcios por el mero hecho de ser cristianos en tierra de islam.
No, no es mi propósito demonizar una religión que practican 1.300 millones de personas en todo el mundo, ni imitar al inefable Berlusca en la confección de una clasificación de civilizaciones. A mi juicio, el problema es otro, y el pasado lunes lo sintetizó en estas páginas el líder de los Hermanos Musulmanes egipcios, Mohamed al Hudaibi: 'El islam es religión y Estado, libro y espada, toda una forma de vida'.
Seguramente, todas las grandes religiones contienen en su seno el germen de la alienación, del exclusivismo y de la intolerancia, y la historia entera del cristianismo ofrece de ello pruebas abundantes. Sin embargo, Occidente comenzó hace casi 500 años una larga lucha que, a través de la Reforma, de la Ilustración, de la revolución liberal y de la democracia, ha procurado separar iglesias y Estados, secularizar la vida pública, convertir las convicciones religiosas o la falta de ellas en un asunto estrictamente privado. Aún no podemos cantar victoria, pero hemos avanzado bastante, y hoy las soflamas nostálgicas de aquellos obispos católicos que todavía quisieran trasladar el catecismo al código penal ya no movilizan casi a nadie.
Así las cosas, lo inquietante es que, en el mundo islámico, un proceso laicizador parecido ni siquiera ha comenzado. Con la única excepción de Turquía -donde se ejecutó manu militari y topa aún con enormes resistencias-, los demás intentos de secularización desde arriba (el Irán del sha, la Argelia del FLN...) han fracasado estrepitosamente, sin duda por errores propios; desde abajo, desde la sociedad, los síntomas van más bien en sentido inverso, en el de la reislamización. Y claro, si el concepto religioso de umma o comunidad de los creyentes se antepone a los conceptos laicos de nación, Estado o cultura política, es entonces cuando las arengas de Bin Laden hallan un caldo de cultivo ideal a escala casi planetaria, cuando un musulmán indonesio, uno marroquí y otro nigeriano pueden sentirse agredidos por el ataque contra los talibanes. Es exactamente el mismo mecanismo que sirvió al papa Urbano II, a Pedro el Ermitaño y a otros clérigos para soliviantar a toda la cristiandad europea en nombre de una 'guerra santa' y lanzarla camino de la primera Cruzada. Claro que eso sucedía a fines del siglo XI... Tal vez el canciller Schröder pensaba en ello cuando se refirió a 'un conflicto entre la Edad Media y la modernidad'.
Sí, por supuesto, yo también creo que es preciso evitar a toda costa el famoso choque de civilizaciones. Pero, ¿debemos lograrlo a costa de que una corrección política mal entendida oculte la naturaleza de las amenazas a las que hacemos frente?
Joan B. Culla i Clarà es profesor de Historia Contemporanea de la UB.
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