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Por un nuevo curso

La reforma universitaria actualmente en discusión en el Parlamento abre una nueva oportunidad para resolver deficiencias fundamentales de nuestro sistema universitario. Durante los dos últimos decenios, el objetivo fundamental de la política universitaria ha sido aumentar la oferta, con la esperanza de que todos los españoles pudieran acceder en igualdad de oportunidades a la enseñanza universitaria. Este objetivo se ha cumplido hasta cierto punto. Las tasas de matriculación en la Universidad han aumentado notablemente, pero no ha existido una preocupación similar por aumentar la calidad de la enseñanza universitaria.

El proyecto de Ley Orgánica de Universidades (LOU) del PP comienza, en su exposición de motivos, reconociendo que las 'universidades ocupan un papel central en el desarrollo económico y social de un país' y estableciendo como objetivos 'mejorar la calidad docente, investigadora y de gestión; fomentar la movilidad de estudiantes y profesores; profundizar en la creación y transmisión del conocimiento como eje de la actividad académica; responder a los retos derivados de tanto de la enseñanza superior no presencial a través de las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación como de la formación a lo largo de la vida, e integrarse competitivamente, junto con a los mejores centros de enseñanza superior, en el nuevo espacio universitario europeo que se está comenzado a configurar'.

Entre esta retahíla de buenos propósitos hay que destacar la excelencia académica. El fomento de la movilidad, la profundización en la creación y transmisión del conocimiento y la creación de nuevas vías de formación son instrumentos para la consecución de la excelencia académica. La integración competitiva en ámbitos internacionales, no sólo en el europeo, sino también en el norteamericano, que va muy por delante, será la consecuencia de alcanzar el objetivo prioritario de la excelencia académica.

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Pero este objetivo no resulta fácil de alcanzar. Requiere la conjunción de gestores, profesores y estudiantes universitarios con grandes dosis de talento y motivación. El proyecto de LOU no favorece que dicha conjunción se produzca. En primer lugar, se comete un error fundamental separando docencia e investigación como si fueran dos actividades inconexas de la labor universitaria. En los niveles superiores de la enseñanza difícilmente se puede transmitir conocimientos científicos si no se conoce cómo se obtienen dichos conocimientos, es decir, si no se participa en y de la investigación. Es un error pensar que la excelencia académica se mide por indicadores tales como la proporción entre el número de profesores y el número de alumnos, y otros de la misma calaña tan utilizados en nuestras universidades para asignar recursos.

Por tanto, la excelencia académica pasa por premiar la investigación. Sin embargo, hay dos tipos de investigación, la buena investigación y la otra. La segunda no merece la pena y es peor, incluso, que la ausencia de investigación. La mala investigación produce y transmite a la opinión pública resultados equivocados que investigadores competentes tienen que refutar dedicando tiempo, talento y esfuerzo. Hasta la fecha, los recursos para la investigación se han distribuido, tanto entre las universidades como dentro de las propias universidades, de una manera arbitraria, premiando, casi por igual, la buena investigación, la mala investigación y la ausencia de investigación. No ha existido un sistema de incentivos incondicionalmente a favor de la investigación al que gestores y profesores universitarios tuvieran que hacer frente. En consecuencia, en demasiados departamentos universitarios españoles la investigación es una función residual, lo cual ha terminado reflejándose en la calidad de la docencia que ofrecen.

En segundo lugar, la excelencia académica, como todas las cosas escasas, es cara. Los individuos que la producen han de ser premiados por su talento y por su esfuerzo, de la misma manera que el talento y el esfuerzo se remunera, en mayor o menor medida, en otras actividades profesionales. Por ello, hay que aumentar los recursos dedicados a la Universidad y asignarlos bajo un sistema de incentivos que haga que gestores, profesores y estudiantes universitarios alcancen el grado necesario de motivación.

Por lo que se refiere a los estudiantes, debe quedar claro que todas las universidades no ofrecen los mismos servicios. La percepción errónea de que la calidad de la enseñanza universitaria es homogénea hace que la mayoría de los estudiantes acaben decidiendo la universidad a la que asisten simplemente en función de la cercanía geográfica. Por otra parte, para conseguir una mayor motivación, los estudiantes deben internalizar el coste de la enseñanza universitaria, muy superior al de las tasas que pagan. Para ello, un aumento de las tasas universitarias es imprescindible, aunque debería ir acompañado por un aumento igualmente sustancial de los recursos dedicados a becas que garanticen la igualdad de oportunidades en el acceso a la enseñanza universitaria y provean los incentivos adecuados.

Por lo que respecta al profesorado universitario, hay que diseñar muy cuidadosamente el sistema para su contratación y su promoción, una asignatura que el proyecto de ley del PP suspende, al igual que leyes universitarias precedentes. También hay que cambiar radicalmente el sistema de remuneración salarial de los profesores universitarios. Pero un simple aumento de sueldo no resuelve los problemas. Hay que ampliar la estructura salarial para relacionar más estrechamente el salario y la productividad, algo que parece tabú en el ámbito universitario, como en tantos otros ámbitos de la función pública. En los países donde las universidades compiten por alcanzar la excelencia académica los sueldos de los profesores no se deciden por normas arbitrarias fijadas por el Gobierno, los profesores de diferentes disciplinas científicas reciben diferentes salarios en función de su demanda, los profesores de distintas universidades reciben también salarios diferentes en función de los servicios prestados, y la diferencia salarial entre los profesores más antiguos y los jóvenes es inferior a la existente en España, de forma que es más fácil captar profesores jóvenes con nuevas ideas y más talento.

Finalmente, por lo que se refiere a los gestores universitarios, hay que dejar claro que la propia existencia de sus instituciones depende de los resultados. No todas las universidades han de ofrecer los mismos servicios y, por tanto, no todas han de recibir los mismos recursos. Es obligado proceder a una reordenación de la oferta universitaria. Se estima que en el próximo decenio el número de estudiantes universitarios disminuirá en más del 30%. Esto obligará al cierre de centros universitarios. Es de esperar que este cierre se decida con criterios distintos a los que se utilizaron para su apertura. Durante los últimos años se han creado muchos centros universitarios sin los recursos humanos adecuados, sólo por razones de clientelismo político.

La ley universitaria actualmente en vigor, que será reformada por la nueva LOU, reconoció la autonomía universitaria. Su error fue no dotar los mecanismos adecuados para que los universitarios utilizaran dicha autonomía de forma responsable. Sin embargo, la solución a los problemas de la Universidad española no es el recorte de dicha autonomía que se contempla en algunos de los artículos del proyecto de LOU del PP.

Juan Francisco Jimeno Serrano es profesor titular de universidad.

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