Actor ante el espejo
Empieza la función. El escenario es un cuarto de baño lujoso, como le corresponde al personaje del actor que acaba de entrar (fue un regalo del empresario que hizo fortuna vendiendo estatuíllas kitsch, porque los favores se pagan). El actor lo renovó por completo cuando hace unos años representó la compra -a un precio notarial de ficción- de este piso enorme donde ahora vive, sito en el mejor inmueble de la ciudad. Tiene de todo: una bañera jacuzzi con grifería de oro de 14 quilates, sauna, televisión, vídeo y suave música de ambiente, que su asesor en estos menesteres -un antiguo vocalista de medio pelo- solía seleccionar para él hasta que hace poco se vio forzado a dimitir del cargo, tras un grave escándalo en la capital. Al fondo, desde la ventana panorámica, se ve el mar infinito.
El actor aún no ha cumplido los cincuenta años y se conserva bien: pelo corto, ni una cana en la cabeza y sólo tenues arrugas en las comisuras de los párpados, lo normal para su edad. El primer acto trata de que se acaba de levantar y por eso ha puesto cara de dormido. Ataviado con un pijama de seda, entra en el cuarto de baño y enciende la luz con la mano izquierda. Los focos halógenos indirectos, al iluminarse, desencadenan automáticamente la voz de Julio Iglesias, que canta una de sus melodías más conocidas.
El actor se mira en el espejo y sonríe. 'Soy un señor', le musita a la imagen invertida que el cristal -público sumiso- le devuelve. Aprieta ambos puños y ejecuta unos amagos de boxeo. Golpea luego sutilmente la superficie plana y hace una falsa mueca de dolor. Se rehace enseguida: 'No, a mí no hay quien me tumbe'. Después, baja la cabeza, apoya la barbilla sobre el pecho y se contempla de medio perfil. Es lo único que detesta de su anatomía, la papada. Incluso está pensando en que le hagan una liposucción en Estados Unidos durante las próximas vacaciones.
Extiende la crema de afeitar sobre sus mofletes algo abultados -que le dan un aspecto de niño bueno entre el público femenino- sin dejar de mirarse fijamente a los ojos. A continuación, mientras desliza la maquinilla de triple hoja que elimina el sombreado de la barba, deja vagar la mente por su fama actual.
'Soy honorable', dice, y el solo hecho de decirlo le desencadena una carcajada. 'Los periódicos llaman honorable a mi personaje y eso ya no hay quien me lo quite'. A coro, como si ambos se hubiesen puesto de acuerdo, Iglesias le responde: '... soy un truhán...'.
El actor entorna los ojos y siente un malestar, porque acaba de acordarse de cuando los actores de una compañía rival le grabaron conversaciones telefónicas comprometedoras que estuvieron a punto de cercenar su carrera. Menos mal que la jugada no prosperó. Se libró de chiripa. Pero no cejan: la transcripción de lo que dijo anda en Internet y eso es malo para la imagen, por mucho que el público lo adore todavía. Desde aquel susto mide sus palabras en cada nuevo contrato, pues nunca se sabe, y redobla las precauciones durante los ensayos. Es consciente de que en esta profesión ya nadie está a salvo y no desearía verse las caras con los actores enemigos que interpretan la ley en el Teatro de la Justicia.
Ante el espejo, el actor piensa en la tragicomedia que representa a diario desde 1995: hace el papel de presidente.
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