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UN MUNDO FELIZ UN MUNDO FELIZ
Columna
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Fuga de jóvenes

Pocos días antes del 11 de septiembre tuve un interesante encuentro con un puñado de jóvenes barceloneses (entre 25 y 27 años), todos licenciados (derecho, historia y letras en general), todos con trabajo. Unos privilegiados, en suma. Así se reconocían también ellos, lo cual no les quitó, ante mi asombro, ni un ápice de su desencanto ante el futuro que aquí se les ofrece. Al menos la mitad del grupo confesó estar deseando marcharse de Barcelona, de Cataluña, de España. Y la gran mayoría mostró dudas serias sobre la posibilidad de hacer 'algo interesante' para ellos mismos, que era lo que más les preocupaba, así como para la sociedad en general.

Desencanto e impotencia marcaron aquella conversación -extrañamente viva y con muchas risas- a la que yo asistía accidentalmente, como mera observadora. Los jóvenes tenían múltiples razones para hablar como lo hacían. Éstas son algunas: 'Sólo prosperan los burócratas, pero se lo regalo', dijo un abogado. 'No es que cuando empiezas tengas un sueldo de miseria, que esto es casi normal. Es que cuando tienes 35 años y llevas 15 trabajando se sigue igual. No hay perspectivas', comentó una licenciada en ciencias políticas y periodista reciclada en una multinacional de la comunicación. 'Hay que trabajar en cosas que no llevan a ninguna parte, que no tienen ningún sentido; al menos los fontaneros solucionan problemas concretos', dijo el único informático del grupo. 'Trabajar por cuenta propia es una solución en otros países. Aquí no. Para montártelo has de empezar a gastar un dinero que no tienes y, luego, como no tengas padrinos te hundes', explicó una licenciada en sociología que trabaja como vendedora y desearía crear una empresa de servicios personales. 'En realidad, aquí si quieres ganar algo de dinero sólo hay dos caminos: corromperte o ir a un concurso de televisión', concluyó un filósofo que trabaja en el aeropuerto en atención al público. Y los demás asintieron: ésas eran las vías más claras para prosperar.

'¡Por eso hay que marcharse!', gritó alguien, '¡Muchos lo hacen ya!'. Y otro pronunció una palabra que sonó a conjuro mágico: Canadá, que no está precisamente aquí al lado. No hablaron de irse a Europa -que todos conocían bien- ni al Tercer Mundo -no eran gente de militancia humanitaria-, sino 'a un lugar donde se valore lo que puedas hacer no tanto en dinero como en reconocimiento y libertad del trabajo. Trabajar es ser útil. El dinero, a fin de cuentas, no es suficiente, como dice Sting', dijo la socióloga.

Convidada de piedra, yo reflexionaba sobre lo que veía y oía: ¿la generación de jóvenes mejor preparados de nuestra historia quiere fugarse del país? Ya hay fuga de cerebros ¿toca ahora fuga de jóvenes? No daba la sensación de que hablaran por hablar, sino que aquellos muchachos estaban decididos a largarse y construir su vida en otro sitio. El grupo no era representativo, pero sí indicativo de un estado de ánimo y, tal vez, de una realidad: el país no puede absorber y ubicar las inquietudes de muchos jóvenes que no hace falta que sean ni radicales, ni okupas, ni antiglobalizadores. Y además esos jóvenes -que no desean continuar la tradición paternalista del burócrata y el niño mimado- no creen que puedan cambiar las condiciones en las que se encuentran.

Desde aquel día he pensado mucho en esos chicos y en cómo las nuevas circunstancias del mundo pueden haber incrementado su frustración. Ahora ni siquiera pueden viajar tranquilos para comprobar con sus propios ojos -no sólo por Internet- si en otros sitios se organiza la vida de otra forma. Han quedado atrapados en esta mediocridad. Por el momento. Pero el futuro, aunque no lo parezca, nunca está escrito.

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