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Columna
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En el limbo

La Guerra de los Diez Años fue una de las que padeció Cuba por su independencia, a finales del diecinueve. La Guerra de los Cien Años fue mucho antes, entre Inglaterra y Francia. Hubo otras que se llamaron de los Siete Años, de los Treinta o hasta de los Ochenta Años. Lo que tienen en común es que recibieron el nombre después de haber terminado, cuando era posible contar los días y los años de la contienda. Esta de ahora acaba de empezar, es la del terrorismo, y nos avisan ya que durará unos diez años. Asusta un poco la capacidad actual para calcular el desastre, que se parece más a una hipoteca con plazo fijo y fecha de caducidad que al estallido irracional de un conflicto.

En una esquina del campo de batalla está Afganistán y todo lo que representa. Pletóricos de hambre, resignados ante la enfermedad y con una ridícula expectativa de vida, los combatimos con nuestro mejor invento y su peor pesadilla, la fuerza. Enviamos máquinas, extraños aparatos devastadores, junto con soldados llenos de testosterona y abarrotados de electrónica. Si les amenazáramos con cartas contaminadas con polvos mágicos, en el caso de recibirlas, se reirían hasta la agonía.

En la otra esquina está el alto Occidente y todos sus problemas. Henchidos de salud y deformados por la silicona, obsesionados por el peso, el gimnasio y las rítmicas carreras vespertinas, estamos acostumbrados a la fuerza. Si nos enviaran altos guerreros rubios y de ojos azules, lo único que pasaría, como mucho, es que Woody Allen repetiría aquel gritito histérico de ¡Dios mío, un nazi! Estamos habituados a ellos y terminarían destrozados por las discotecas y los largos fines de semana. Al final, sólo servirían como figuras de regalo por Navidades para nuestros bélicos sobrinos. La fuerza nos asusta poco, es la magia lo que nos aterroriza. Cartas misteriosas, palabras secretas, enfermedades extrañas, edificios que desaparecen ante nuestras narices, todo lo que nos produce ese largo escalofrío por lo desconocido.

La guerra proyecta fuera nuestros peores temores culturales. Algunos están sufriendo los horrores de la guerra y no la podrán olvidar mientras vivan. A otros sólo nos llega, de momento, el rumor de la guerra que se trasmite de boca en boca, de letra en letra, de foto en foto. Estamos sintiendo la guerra atemorizados por un rumor visionario, tal y como calificaba Jung algunos fenómenos colectivos.

Mientras tanto, por aquí, en el bajo Occidente, la política continúa inmersa en los miedos típicos de las democracias iniciáticas. Lo peor que puede ocurrir, según parece, es que se destapen los dineros que unos y otros se pasan por debajo de la mesa. Ahora están, ahora no están. Ahora los tengo yo, ahora los tienes tú. Felices en el limbo de la política, hasta se acusan entre sí de talibanes o califican de ántrax político las denuncias del adversario. Es el horror de la inconsciencia, la creencia irracional de que el conflicto externo poco tiene que ver con ellos, que es cosa de otros, que aquí no ocurre nada. En Valencia, no.

¿Cuál será el secreto de tanta felicidad y por qué no lo comparten con los demás? Porque fuera del limbo, andamos preocupados y nos gustaría hacer algo para enfrentarnos con la nueva realidad. Mejor antes que después.

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