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GUIÑOS
Columna
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Referencias olvidadas

Corrían los años ochenta cuando conocí a Néstor Almendros en la Universidad Menéndez Pelayo. En 1979, le habían otorgado el Óscar a la mejor fotografía por la película Días del cielo y en 1981, el César en Francia por El último metro. Sus éxitos profesionales explicaban su presencia en aquellos cursos estivales de Santander. Su experiencia como director de fotografía le hacía una de las personas idóneas para explicar algunos de los misterios de la luz y la composición. En la ocasión también puso al descubierto otros recursos más personales. Causó especial interés entre los asistentes la importancia que daba a la pintura. Afirmaba que por cada toma, por cada película, pensaba en una escuela de pintura que propiciara una iluminación peculiar. Es decir, buscaba una referencia anterior para dar consistencia especial a sus realizaciones.

La figura de este maestro de la luz me vino a la memoria en la recepción ofrecida por la Diputación de Álava para celebrar el final de la reforma efectuada en la estructura arquitectónica del Museo de Bellas Artes de la provincia. La visita guiada por Sara González de Aspuru, actual directora de la institución, dejó patente la importancia de la colección de autores vascos allí depositada. Abarca desde el siglo XIX hasta los años cincuenta del XX y ha quedado recogida en un excelente catálogo; de esos voluminosos que obligan a ser leídos sobre una mesa amplia, ya que quien intente hacerlo a la hora de acostarse, si le viene el tomaco encima, corre el riesgo de sufrir un serio percance intelectual. Pero, ironías aparte sobre la poca o mucha manejabilidad de estos esplendorosos libros que ofrecen tanta prestancia en las estanterías, sus páginas, editadas e impresas de manera impecable, recogen un verdadero tesoro.

Los pintores vascos a los que se hace mención tienen trabajos de auténtica envergadura y su referencia, al estilo Néstor Almendros, está olvidada en la actualidad por la plástica en el País Vasco. Parece que nuestros predecesores están olvidados por las nuevas generaciones de fotógrafos-pintores-escultores. Ninguneados, como si el pasado no tuviese especial relevancia. Sin embargo su oferta guarda un inmenso filón de ideas. Además de plasmar testimonios de aquella sociedad agrícola e industrial que vivieron, van desde el academicismo, más o menos estricto, hasta el impresionismo, expresionismo o incluso algunos escarceos más innovadores. En definitiva, es parte de nuestra historia del arte y debemos extraer de ella todas las enseñanzas posibles.

En el listado de los fondos aparecen nombres como Aurelio Arteta, Darío Regoyos, los hermanos Arrue, Gustavo de Maeztu, Ricardo Baroja, el atrevido Miguel Jimeno de la Hidalga, Francisco Iturrino o los Zubiaurre. Mención especial merecen dos alaveses, uno de ellos Fernando de Amárica, que por sí solo ocupa toda una planta del museo. El otro, Ignacio Díaz de Olano, quien después de su formación en Barcelona y París volvió a Vitoria para trabajar como dibujante en el semanario gráfico El Danzarín, sin duda, precediendo con su oficio a los fotógrafos que años más tarde inundarían las redacciones de este tipo de publicaciones. Su dibujo realista se asemeja a las instantáneas. Su corte impresionista parece jugar con el mayor o menor tamaño del grano de la emulsión. Desde el revoloteo de unos cisnes hasta el amor desnudo en los bosques, sus escenas están llenas de emoción, vida y movimiento. Otros temas discurren por lo popular como se pone de manifiesto en el retrato de la Sardinera o en la Vuelta de la Romería del Calvario.

Tampoco es ajeno a otras consideraciones sociales, al menos así se plasma en el cuadro del Restaurante cuando contrapone al primer plano de sonrientes y elegantes comensales, que incluso hacen sitio a su lado a un perrito faldero, la tristeza y humildad de una mujer que observa de manera furtiva, temerosa, desde el frío de la calle, a través de una ventana en segundo plano, unas mesas de exquisitos manjares y lujosas vajillas.

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