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Columna
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Civiles

Los militares juegan a la guerra frente a las costas de Almería. Veo desde mi casa la presencia amenazadora de los buques. Salgo del supermercado empujando mi carrito, oigo los Harrier de la OTAN sobrevolar la ciudad, y temo que suelten sin querer una ráfaga de metralleta y me agujereen el pack de yogures naturales. No sería la primera vez que se les escapa una bala. Y cosas peores: un misil ucraniano disparado por un cabo sin puntería acaba de partir en dos un avión civil. Los civiles siempre somos invocados por los militares (y por los civiles militarizados que les dan las órdenes) para justificar la guerra, pero a la hora de la verdad los civiles importamos bien poco. Bin Laden sale en la tele con su dedito erecto y amenazador. Recuerda -y tiene razón- el sufrimiento de la población civil en Palestina y en Irak, pero estrella sus aviones contra unas torres abarrotadas de civiles. Oigo los cazas de la OTAN ir y venir desde los portaaviones al interior de Almería, y su estruendo sobresalta a los civiles melindrosos como yo. Los ejercicios anfibios de la OTAN en las playas donde me baño deberían henchirme de orgullo y adormecerme de seguridad.

Basta de sarcasmos. No es éste el mejor momento para poner trabas a la milicia. Bush ya ha dicho que proporcionará a la suya cuantos misiles Tomahawk necesite para ganar esta guerra, aunque cada uno cueste ciento ocho millones de pesetas. Eso es patriotismo. No sé si las empresas de armamento estarán donando esas bombas tan caras (por patriotismo digo) o aplicando descuentos a su precio final, pero me temo que serán los familiares de los civiles muertos en las Torres quienes finalmente abonen con sus impuestos el importe del equipamiento millonario que lleva en la mochila el soldado del siglo XXI. Quién fuera accionista de las empresas que lo fabrican. ¿Lo será algún Bush? ¿Algún Bin Laden? ¿Algún ecónomo de Valladolid?

Basta de insidias. Esta guerra no se libra contra el Islam, ni contra los árabes, ni contra Afganistán. Y mucho menos contra la población civil. Los misiles Tomahawk distinguen perfectamente, al contrario que los aviones estampados de Bin Laden, entre civiles y militares. Aunque algunas veces se producen fallos, daños colaterales, víctimas inocentes, dice el Secretario de Estado de Defensa, que nadie desea. No logro, sin embargo, percibir la diferencia entre estos muertos y los de Nueva York. No puedo, por más que me esfuerzo, distinguir entre el dolor de los que miran todavía atónitos las ruinas de los rascacielos y el de los que huyen cargados de hijos esqueléticos hacia Pakistán. Y eso que antes de irme a la cama consumo telediarios y telediarios, tratando de intoxicarme al máximo.

Intento conciliar el sueño perturbado por las bombas que lanzan los legionarios almerienses en el vecino campamento de Viator. El descanso de los civiles quizás sea una minucia comparado con su seguridad. Mientras oigo retumbar los cristales de mis ventanas pienso que muchas de las víctimas estadounidenses jamás oyeron hablar de Bin Laden, y que los pastores medievales sepultados bajo las ruinas de Afganistán no han visto nunca, ni en la tele, las Torres Gemelas de Nueva York.

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