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Tribuna:PROFESIONES
Tribuna
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El notario, garantía de la legalidad

El autor hace historia de la institución notarial para concluir que el fedatario público es guardián del derecho.

El notario nació como operador jurídico. Fue ideado para dar seguridad a las transacciones, y la seguridad que imprimió al mercado fue la circunstancia más determinante del rápido desarrollo de Europa occidental (E. L. Jones). Aquellas prósperas ciudades italianas del siglo XII, que se habían convertido en el centro de los intercambios mediterráneos, vieron nacer espontáneamente, por reclamo social, agrupaciones o escuelas de notarios. Bolonia superó a todas y sobre la base doctrinal de los glosadores elaboró el primer tratado del Arte de la notaría, expresión asumida ya por las Partidas, que exigían de los aspirantes ser entendidos en el arte de la escribanía, que, como en el Ars notariae de Rolandino, equivalía a ser expertos en contratos, últimas voluntades y otorgamiento de instrumentos.

'La firma ante notario transmite la seguridad de que las posiciones son definitivas e inatacables'
'Un segundo control debe limitarse a los extremos que el notario no haya contrastado'

Lo que los mercaderes reclamaban entonces y la sociedad sigue demandando ahora es algo que consagran ya todas las Constituciones: seguridad contractual. La nuestra lo hace en su artículo 9, que eleva la seguridad jurídica a principio constitucionalmente protegido, y nuestro Tribunal Constitucional, desde sus primeras resoluciones, la define como suma de certeza y legalidad (STC 27/2981), o, lo que es lo mismo, certeza de los hechos y declaraciones, y legalidad de los actos y contratos autorizados. Son los mismos pilares de la fe pública y de la institución notarial, en la que la sociedad ha puesto su fiabilidad colectiva (fe pública) y a la que ha confiado su seguridad contractual en la fase cautelar. Es la cristalización legislativa de la tarea de aquellos escritores de la Alta Edad Media, redactores de contratos y asesores de los contratantes, que merecieron, primero, la confianza de los mercaderes; luego, la fiabilidad procesal -prueba que no necesita ser probada-, y terminaron por ser depositarios de una función del Estado. Aquella pública confianza o fe colectiva se convirtió en lo que la ley hoy llama fe pública.

Nadie ha puesto seriamente en duda que sólo a juristas corresponde practicar el arte de la notaría, ese arte al que Font y Romà, en las Cortes de Cádiz, calificaban de hijo de la jurisprudencia y de la sabiduría del derecho. Si hubo intervención notarial, se da por sentada la seguridad contractual tanto en la esfera de los hechos como en la normativa, y eso genera no sólo para las partes, sino para la sociedad entera, seguridad jurídica. Por eso pudo decir en las Cortes del XIX G. de las Casas que constituir bien el notariado era completar las garantías constitucionales.

Contratos legales. Y es que todos, tanto los mercaderes del siglo XII como los ciudadanos actuales, concibieron a los notarios para eso, para que sólo autorizaran contratos ajustados a ley, cosa lógica, porque sólo los contratos conformados a la norma producen los efectos que los contratantes persiguen a su través. También es ése el interés del Estado, que no puede delegar una potestad suya como es la fe pública para proteger cualesquiera contratos, sino sólo los que se ajusten a las leyes por él dictadas, cuyo cumplimiento se asegura al mismo tiempo. Tan es así que se ha dicho que el control de legalidad por el notario es la espina dorsal de la ley misma (Manzo), pues, al ser el primer operador del Derecho en el orden extrajudicial, es el que mejor garantiza su aplicación.

La apelación al notario siempre ha sido para todos garantía de legalidad. A nadie le ha interesado nunca un notario fonógrafo. Para Carnelutti, el notario era el operador a quien mejor cuadraba una palabra germana que le fascinaba, rechtswahrer, guardián del Derecho, creado para ejercer esa función tan valorada por los economistas de nuestra época, la de gatekeeper, guardabarrera de la contratación. Ya Baldo, en la Alta Edad Media, citaba entre los requisitos para la autorización notarial la permissio iuris, y la ley de 1862 crea el notariado para que dé fe sólo conforme a las leyes. Hoy, la Ley 14/2000 da por cerrada una cuestión sobre la que los Tribunales Supremo y Constitucional nunca han tenido dudas: sólo cuando previamente lo ajustó a la legalidad puede el notario autorizar un documento. O, lo que es lo mismo, el notario o es operador jurídico o no es notario..

Momento del control. Se preguntarán ustedes dónde conducen afirmaciones tan obvias. Pero hoy tenemos que pagar tributo a Perogrullo para contener esas voces que desde los registros reivindican el monopolio de la legalidad y acusan a los notarios de intentar arrogarse insolentemente un control legal paralelo, poco menos que de ser unos intrusos en el reino de la ley. ¡Qué dislate! Nunca fue así, y si hubiera sido, habría que haber rectificado de inmediato. Porque hasta la lógica y el sentido común exigen que los contratos queden conformados a ley desde que nacen. Es en el momento de su perfección cuando se intercambian las prestaciones, cuando los contratantes se desprenden casi siempre de forma irreversible de su dinero o de lo que enajenan, es entonces cuando deben concentrarse todos los resortes de seguridad. Es en ese momento decisivo cuando las partes necesitan protección y es en ese momento cuando el Derecho está obligado a prestar a cada parte garantía plena en la contrapartida. Porque sólo así se genera lo que se busca: seguridad contractual.

Posponer el control de validez de un contrato a un momento posterior, por ejemplo, al momento en que se presente para su inscripción en un registro público, es ilógico y está fuera de lugar. De un lado, porque muchos contratos no son inscribibles, por lo que circularían siempre con el estigma de la duda, y en los que sí lo son, como la inscripción es voluntaria y puede no hacerse, quedaría postergado sine die y al arbitrio de una de las partes el control de su validez, lo que equivale a mantener en vilo a la otra parte y a la sociedad entera, que vería nacer un magma contractual sospechoso que iría contagiando a todos los contratos subsiguientes. Y esto es justamente lo contrario de lo que la sociedad reclama y lo que el Derecho debe evitar sin ambages.

Además, hacer depender la seguridad jurídica de un juicio ciego de validez emitido a toro pasado por quien no estuvo presente sobre contratos celebrados hace meses, y cuyas prestaciones ya se consumaron de forma irreversible, no tiene buen encaje, ni lógico ni económico. Es hasta antijurídico por no responder a los principios básicos de la seguridad contractual. Es algo así como rearbitrar un partido ya jugado y por quien no lo presenció. Por eso no es conocido este sistema en país alguno.

En cualquier caso, la prueba del nueve de esta cuestión, como de todas las que afectan a servicios y profesiones, nos la deben dar los consumidores. Y la realidad nos demuestra que los ciudadanos sienten que adquieren los derechos y asumen los compromisos desde que firman, y que la firma ante notario les transmite la seguridad de que las posiciones resultantes son definitivas e inatacables porque el notario es garantía de legalidad. Y que todo lo demás, incluidas las inscripciones, son trámites, importantes sin duda, pero trámites complementarios, no esenciales.

Los ciudadanos consideran el documento notarial como el título de mejor crédito de los que el Derecho genera. Sus trascendentes efectos y la credibilidad que la sociedad atribuye a este documento no podrían entenderse si la escritura notarial no gozase de presunción de autenticidad y certeza legal, porque es su génesis privilegiada -por el asesoramiento previo y su ajuste a las leyes- la razón y causa de aquellos efectos. Permitir que estos títulos de efectos contundentes circularan sin previo control de su legalidad, pudiendo contener convenios nulos o fraudulentos encubiertos por una apariencia notarial impune, sería una grave irresponsabilidad política, algo así como dejar circular armas cargadas. Posponer el control legal a su inscripción, sobre no resolver el problema de los documentos no inscribibles, que son mayoría, equivaldría a situar las aduanas a unos kilómetros de las fronteras. En suma, se convertiría el Estado en aquella república que denunció el tribuno Favart en en la Asamblea francesa: una república caótica en que cada escritura sería una trampa tendida a la buena fe de las partes, o mejor una trampa tendida por una de las partes a la buena fe de la otra. Una república sin fiabilidad ni certeza legal, en la que la autenticidad produciría más perjuicios que beneficios, y en la que la fe pública estaría articulada en forma gravemente dañina para el interés público y la paz social.

¿Doble control? Cosa distinta es sopesar la conveniencia de un segundo control de legalidad sobre el ya emitido por el notario. No cabe duda de que a cuantos más numerosos y estrechos filtros se sometan los contratos, mayor cota de seguridad se alcanzará. Los economistas, sin embargo, objetan que la seguridad cautelar es buena, aunque no a cualquier precio, porque nunca se debe superar la línea de optimización del coste.

Un segundo control en nuestro país quizá no siempre se justifique para la dosis de seguridad que añade, pues está demostrado que la documentación pública notarial que no se registra, que alcanza el 60% del total y abarca campos tan importantes como poderes, actas, contratación mobiliaria, préstamos y avales personales, acciones y participaciones sociales, testamentos, etcétera, no genera mayor conflictividad que la que se registra; es decir, que la que pasa doble control.

Quizá lo más razonable sea que este segundo control se limite a los extremos que el notario no haya contrastado. Porque si ambos controles se solapan, el segundo puede llegar a ser contraproducente, pues originará necesariamente discrepancias, y éstas incrementarán, como ahora ocurre, los plazos, los costes y la conflictividad, terminando por generar más inseguridad de la que evita. Y esto es justamente lo contrario de lo que demanda la sociedad y garantiza nuestra Constitución: seguridad jurídica en cuanto suma de certeza y legalidad.El notario nació como operador jurídico. Fue ideado para dar seguridad a las transacciones, y la seguridad que imprimió al mercado fue la circunstancia más determinante del rápido desarrollo de Europa occidental (E. L. Jones). Aquellas prósperas ciudades italianas del siglo XII, que se habían convertido en el centro de los intercambios mediterráneos, vieron nacer espontáneamente, por reclamo social, agrupaciones o escuelas de notarios. Bolonia superó a todas y sobre la base doctrinal de los glosadores elaboró el primer tratado del Arte de la notaría, expresión asumida ya por las Partidas, que exigían de los aspirantes ser entendidos en el arte de la escribanía, que, como en el Ars notariae de Rolandino, equivalía a ser expertos en contratos, últimas voluntades y otorgamiento de instrumentos.

Lo que los mercaderes reclamaban entonces y la sociedad sigue demandando ahora es algo que consagran ya todas las Constituciones: seguridad contractual. La nuestra lo hace en su artículo 9, que eleva la seguridad jurídica a principio constitucionalmente protegido, y nuestro Tribunal Constitucional, desde sus primeras resoluciones, la define como suma de certeza y legalidad (STC 27/2981), o, lo que es lo mismo, certeza de los hechos y declaraciones, y legalidad de los actos y contratos autorizados. Son los mismos pilares de la fe pública y de la institución notarial, en la que la sociedad ha puesto su fiabilidad colectiva (fe pública) y a la que ha confiado su seguridad contractual en la fase cautelar. Es la cristalización legislativa de la tarea de aquellos escritores de la Alta Edad Media, redactores de contratos y asesores de los contratantes, que merecieron, primero, la confianza de los mercaderes; luego, la fiabilidad procesal -prueba que no necesita ser probada-, y terminaron por ser depositarios de una función del Estado. Aquella pública confianza o fe colectiva se convirtió en lo que la ley hoy llama fe pública.

Nadie ha puesto seriamente en duda que sólo a juristas corresponde practicar el arte de la notaría, ese arte al que Font y Romà, en las Cortes de Cádiz, calificaban de hijo de la jurisprudencia y de la sabiduría del derecho. Si hubo intervención notarial, se da por sentada la seguridad contractual tanto en la esfera de los hechos como en la normativa, y eso genera no sólo para las partes, sino para la sociedad entera, seguridad jurídica. Por eso pudo decir en las Cortes del XIX G. de las Casas que constituir bien el notariado era completar las garantías constitucionales.

Contratos legales. Y es que todos, tanto los mercaderes del siglo XII como los ciudadanos actuales, concibieron a los notarios para eso, para que sólo autorizaran contratos ajustados a ley, cosa lógica, porque sólo los contratos conformados a la norma producen los efectos que los contratantes persiguen a su través. También es ése el interés del Estado, que no puede delegar una potestad suya como es la fe pública para proteger cualesquiera contratos, sino sólo los que se ajusten a las leyes por él dictadas, cuyo cumplimiento se asegura al mismo tiempo. Tan es así que se ha dicho que el control de legalidad por el notario es la espina dorsal de la ley misma (Manzo), pues, al ser el primer operador del Derecho en el orden extrajudicial, es el que mejor garantiza su aplicación.

La apelación al notario siempre ha sido para todos garantía de legalidad. A nadie le ha interesado nunca un notario fonógrafo. Para Carnelutti, el notario era el operador a quien mejor cuadraba una palabra germana que le fascinaba, rechtswahrer, guardián del Derecho, creado para ejercer esa función tan valorada por los economistas de nuestra época, la de gatekeeper, guardabarrera de la contratación. Ya Baldo, en la Alta Edad Media, citaba entre los requisitos para la autorización notarial la permissio iuris, y la ley de 1862 crea el notariado para que dé fe sólo conforme a las leyes. Hoy, la Ley 14/2000 da por cerrada una cuestión sobre la que los Tribunales Supremo y Constitucional nunca han tenido dudas: sólo cuando previamente lo ajustó a la legalidad puede el notario autorizar un documento. O, lo que es lo mismo, el notario o es operador jurídico o no es notario..

Momento del control. Se preguntarán ustedes dónde conducen afirmaciones tan obvias. Pero hoy tenemos que pagar tributo a Perogrullo para contener esas voces que desde los registros reivindican el monopolio de la legalidad y acusan a los notarios de intentar arrogarse insolentemente un control legal paralelo, poco menos que de ser unos intrusos en el reino de la ley. ¡Qué dislate! Nunca fue así, y si hubiera sido, habría que haber rectificado de inmediato. Porque hasta la lógica y el sentido común exigen que los contratos queden conformados a ley desde que nacen. Es en el momento de su perfección cuando se intercambian las prestaciones, cuando los contratantes se desprenden casi siempre de forma irreversible de su dinero o de lo que enajenan, es entonces cuando deben concentrarse todos los resortes de seguridad. Es en ese momento decisivo cuando las partes necesitan protección y es en ese momento cuando el Derecho está obligado a prestar a cada parte garantía plena en la contrapartida. Porque sólo así se genera lo que se busca: seguridad contractual.

Posponer el control de validez de un contrato a un momento posterior, por ejemplo, al momento en que se presente para su inscripción en un registro público, es ilógico y está fuera de lugar. De un lado, porque muchos contratos no son inscribibles, por lo que circularían siempre con el estigma de la duda, y en los que sí lo son, como la inscripción es voluntaria y puede no hacerse, quedaría postergado sine die y al arbitrio de una de las partes el control de su validez, lo que equivale a mantener en vilo a la otra parte y a la sociedad entera, que vería nacer un magma contractual sospechoso que iría contagiando a todos los contratos subsiguientes. Y esto es justamente lo contrario de lo que la sociedad reclama y lo que el Derecho debe evitar sin ambages.

Además, hacer depender la seguridad jurídica de un juicio ciego de validez emitido a toro pasado por quien no estuvo presente sobre contratos celebrados hace meses, y cuyas prestaciones ya se consumaron de forma irreversible, no tiene buen encaje, ni lógico ni económico. Es hasta antijurídico por no responder a los principios básicos de la seguridad contractual. Es algo así como rearbitrar un partido ya jugado y por quien no lo presenció. Por eso no es conocido este sistema en país alguno.

En cualquier caso, la prueba del nueve de esta cuestión, como de todas las que afectan a servicios y profesiones, nos la deben dar los consumidores. Y la realidad nos demuestra que los ciudadanos sienten que adquieren los derechos y asumen los compromisos desde que firman, y que la firma ante notario les transmite la seguridad de que las posiciones resultantes son definitivas e inatacables porque el notario es garantía de legalidad. Y que todo lo demás, incluidas las inscripciones, son trámites, importantes sin duda, pero trámites complementarios, no esenciales.

Los ciudadanos consideran el documento notarial como el título de mejor crédito de los que el Derecho genera. Sus trascendentes efectos y la credibilidad que la sociedad atribuye a este documento no podrían entenderse si la escritura notarial no gozase de presunción de autenticidad y certeza legal, porque es su génesis privilegiada -por el asesoramiento previo y su ajuste a las leyes- la razón y causa de aquellos efectos. Permitir que estos títulos de efectos contundentes circularan sin previo control de su legalidad, pudiendo contener convenios nulos o fraudulentos encubiertos por una apariencia notarial impune, sería una grave irresponsabilidad política, algo así como dejar circular armas cargadas. Posponer el control legal a su inscripción, sobre no resolver el problema de los documentos no inscribibles, que son mayoría, equivaldría a situar las aduanas a unos kilómetros de las fronteras. En suma, se convertiría el Estado en aquella república que denunció el tribuno Favart en en la Asamblea francesa: una república caótica en que cada escritura sería una trampa tendida a la buena fe de las partes, o mejor una trampa tendida por una de las partes a la buena fe de la otra. Una república sin fiabilidad ni certeza legal, en la que la autenticidad produciría más perjuicios que beneficios, y en la que la fe pública estaría articulada en forma gravemente dañina para el interés público y la paz social.

¿Doble control? Cosa distinta es sopesar la conveniencia de un segundo control de legalidad sobre el ya emitido por el notario. No cabe duda de que a cuantos más numerosos y estrechos filtros se sometan los contratos, mayor cota de seguridad se alcanzará. Los economistas, sin embargo, objetan que la seguridad cautelar es buena, aunque no a cualquier precio, porque nunca se debe superar la línea de optimización del coste.

Un segundo control en nuestro país quizá no siempre se justifique para la dosis de seguridad que añade, pues está demostrado que la documentación pública notarial que no se registra, que alcanza el 60% del total y abarca campos tan importantes como poderes, actas, contratación mobiliaria, préstamos y avales personales, acciones y participaciones sociales, testamentos, etcétera, no genera mayor conflictividad que la que se registra; es decir, que la que pasa doble control.

Quizá lo más razonable sea que este segundo control se limite a los extremos que el notario no haya contrastado. Porque si ambos controles se solapan, el segundo puede llegar a ser contraproducente, pues originará necesariamente discrepancias, y éstas incrementarán, como ahora ocurre, los plazos, los costes y la conflictividad, terminando por generar más inseguridad de la que evita. Y esto es justamente lo contrario de lo que demanda la sociedad y garantiza nuestra Constitución: seguridad jurídica en cuanto suma de certeza y legalidad.

José Aristónico García es notario.

José Aristónico García es notario.

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