Tocados
La vida sigue, por increíble que parezca, aunque ya nada será igual. Desde el pasado 11 de septiembre, todos vivimos de una manera rara, como si se nos prestasen los minutos y las horas. Ya sé que esto es una tontería y que el ataque terrorista de las Torres Gemelas no deja de ser un suceso más de los muchos que agitan este mundo convulso. Pero, ¿para qué engañarnos?, nos han tocado. Nos han tocado más que los continuos crímenes de ETA, a los que casi habíamos terminado por acostumbrarnos y por soportar resignadamente. Nos han tocado más que las hambrunas y las catástrofes de Centroamérica, más que el ébola o el sida de África, más que el barco lleno de refugiados que no podía desembarcar en Australia, más que las pateras que diariamente siguen arrojando su cupo de cadáveres en nuestras costas, más que la violenta y mortífera carga policial de Génova cuando la cumbre del G-7. Todas estas desgracias, catástrofes y crímenes son noticias, imágenes que nos asaltan mientras miramos distraídamente la televisión. Pero lo de ahora es distinto. La televisión no nos llega, la buscamos. La noticia no nos envuelve, la estamos creando continuamente con nuestra conversación preocupada.
¿Por qué esto nos ha tocado y lo demás tan apenas nos afecta? Dicen que porque puede ser el inicio de la III Guerra Mundial, que porque, lo queramos o no, el atentado de Washington y Nueva York representa la negación de esa banalidad del fin de la historia. Es verdad. Pero no es toda la verdad. También la Guerra del Golfo encerraba idénticos peligros y no dejamos de verla como una especie de película. En realidad, aquella guerra movilizó más recursos que la que estamos encarando porque enfrente había un enemigo palpable y existía una razón económica (una razón no es una justificación) para emprenderla. Sin embargo, nunca la sentimos como nuestra guerra, a pesar de que sin las bases españolas habría resultado imposible.
No, lo que ocurre ahora es distinto. Es cierto que el terrorismo islámico no se habría producido sin la injusticia permanente de la situación palestina, sin el colonialismo europeo en el norte de África, sin el colonialismo americano en Oriente Medio y en Asia. Mas, a pesar de todo, a pesar del antiamericanismo latente en muchos sectores de la sociedad española, la verdad es que este atentado nos ha alcanzado en lo más hondo. Nos guste reconocerlo o no. ¿La causa? Me parece obvia, aunque sé que a algunos lectores, tal vez, les moleste conocerla. Es que el mundo atacado es nuestro mundo, es que las víctimas del ataque son como nosotros. Como los europeos, como los españoles, como los valencianos. Especialmente como los valencianos. Es un mundo con ventajas e inconvenientes, un mundo al que, una vez hemos logrado despojar del rictus amenazante de sus políticos, sentimos extrañamente próximo.
¿Que cuáles son sus valores? El primero de todos el individualismo, la idea de que las normas del Estado son un estorbo y de que uno se sobra y se basta para salir adelante. ¿Cuántos valencianos no se han abierto camino con pequeños negocios familiares que fueron creciendo y creciendo, conquistando nuevos mercados -primero peninsulares, luego mundiales- hasta terminar por ser una marca de referencia incuestionable? En la cerámica, en el sector del calzado, en el del turismo, en el del mueble, en el del juguete. Su forma de actuar fue la misma de los norteamericanos. Por desgracia, empero, su capacidad de resistencia ante los malos tiempos que se avecinan es mucho menor. Todas estas actividades económicas valencianas, tan florecientes, pertenecen a la industria del ocio y resultan prescindibles en tiempo de crisis (¿para cuándo un debate sobre el particular y un gran pacto de todos los partidos del arco parlamentario con el objeto de afrontar una situación de emergencia que va a dejar a miles de trabajadores valencianos en la calle?).
El segundo valor que compartimos con las víctimas de las Twin Towers es la tolerancia. En la Comunidad Valenciana nadie se preocupa de lo que hace el prójimo, siempre que éste no moleste. En la forma de vestir desenfadada, en las costumbres populares, en la mezcla de clases sociales, los valencianos difieren del resto de España, siempre han ido por delante. Y es que más que europeos -que en ciertas cosas son muy estrechos- parecen, han parecido siempre, los americanos del Mediterráneo.
El tercer valor, la alegría de vivir. Es molesto tener que acudir a los tópicos, pero ningún tópico es gratuito. Siempre ha resultado difícil convencer al visitante de que somos un antiguo pueblo de Europa, de que esa gente que se pasa la vida disfrazándose, echando petardos y gastando un dineral en monumentos, que luego quema, ha sufrido mucho, como los demás europeos, ha padecido tantas hambrunas, tantas matanzas y desgracias que sólo podría ser un pueblo cínico y desencantado. No lo es. Es ingenuo, desbordante, un punto hortera, si se me apura. Es un musical de Hollywood o una soap opera de la TV, antes que una película expresionista alemana o un drama social italiano.
No todos estos valores son positivos. Uno piensa que la conciencia social, tan laboriosamente construida en Europa durante siglos, se evapora en todas partes al ritmo frenético de la aldea global, al ritmo que marcan desde Wall Street, pero que la pérdida es más vertiginosa, si cabe, entre nosotros. No hay más que ver cómo se ha destruido el litoral valenciano en apenas un cuarto de siglo, con una voracidad y una vesania capitalista que sólo puede parangonarse a la de Miami o a la de Atlanta. Y cuando aparece algún factor cohesivo, no es raro que tome la forma de un cierto patriotismo naïf, el cual está en la base de reacciones impremeditadas de las que luego tenemos que arrepentirnos. Algo muy americano igualmente, por cierto. No obstante, en lo bueno y en lo malo, elegimos hace tiempo y ahora nos han herido, profunda, desgarradoramente. Éste es el drama personal que no queremos reconocer ni en lo más íntimo. Que lo nuestro es de psiquiatra y que esas víctimas no sólo eran inocentes: además, eran de la familia.
Ángel López García-Molins es catedrático de Teoría de los Lenguajes de la Universidad de Valencia.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.