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Entre dos debates

'La sucesión del presidente Pujol no será personal. Después de Pujol habrá mayorías relativas y gobiernos compartidos, y no pasará nada. La normalidad será la única sustituta de quien es y será todavía durante algunos años un gran presidente'. Estas palabras fueron pronunciadas por Josep Antoni Duran Lleida dentro de su informe de gestión en el vigésimo congreso de Unió Democràtica de Catalunya, a primeros de diciembre de 1996, y provocaron entonces el escándalo que siempre suscita quien tiene razón antes de tiempo.

Hoy, un lustro y varias convocatorias electorales después, resulta evidente que la Cataluña política está dejando atrás sin remisión la era de las mayorías absolutas y de los hiperliderazgos carismáticos. Convergència i Unió ya se descolgó notablemente de los mágicos 68 escaños en 1995, sin que hubiese grandes razones para explicarlo, y se alejó aún más de esa cifra en 1999, cuando competía con un Pasqual Maragall que, pletórico y arropado por distintas coaliciones, quedó bastantes puntos por debajo del horizonte del triunfo absoluto. Con tales antecedentes, y en un escenario pentapartidista muy consolidado, no parece probable que en 2003 ni el Partido Popular -que seguirá siendo el partido del Gobierno central- ni Esquerra Republicana -que se halla en una fase claramente alcista- se desplomen hasta aquellos niveles de apoyo del 4%, el 5% o el 6% que padecieron en otros tiempos. Sin este requisito, es prácticamente imposible que ninguno de los dos grandes se acerque siquiera a ese 45% o 46% de los votos que garantiza a su titular un gobierno en solitario y sin ataduras.

Y bien, creo que es la certidumbre de que, como anticipó Duran, el futuro será de 'mayorías relativas y gobiernos compartidos' lo que explica el clima político catalán de ahora mismo, emparedado entre el reciente debate de política general y el inminente debate de la moción de censura. Sabiéndose esclavos de la aritmética, ningún partido quiere cerrarse puertas y todos -bueno, casi todos- juegan a la puta i la Ramoneta en un ballet de ofertas de pacto, amenazas de abandono y promesas de futura coalición que tal vez no parezca muy edificante, pero es de lo más comprensible.

En el contexto descrito, tiene mucha razón Maragall cuando sostiene que al PSC le ha llegado la hora de 'decir ¡basta!'. Desde la propia lógica de quienes han ostentado siempre la primogenitura de la oposición, resultaba bien chocante que, después de 21 años y medio de gobiernos de Pujol, la única moción de censura la hubiese presentado el PSUC en el remoto 1982, con Josep Benet como candidato alternativo. El debate de la próxima semana es una pieza clave de la estrategia maragalliana, y puede serle de gran provecho si consigue no entramparse en el diálogo para besugos de 'lo habéis hecho todo mal' versus 'lo hemos hecho todo bien', si el aspirante logra mostrar no sólo que gobernaría con otro estilo y con otra retórica -lo cual es ya evidente-, sino también con otras decisiones, con opciones políticas, económicas, sociales y culturales distintas. Todo ello, sin descuidar algunos guiños hacia Esquerra Republicana.

Ésta, por su parte, después de haber obtenido tan buenos réditos de su habilísima intervención en el debate de política general, se mostrará desdeñosa pero se dejará querer, mientras espera que fructifique o caduque la oferta a Pujol de un pacto nacional de estabilidad. Josep Lluís Carod-Rovira, que tiene que pechar sin culpa alguna con el estigma entreguista de los acuerdos ERC-CiU de 1980 a 1987, se curó en salud la semana pasada proponiendo un pacto a cuatro, un acuerdo casi unitario; pero el líder republicano sabe que ello no es viable, que las actuales estrategias del PSC y de Iniciativa son incompatibles con el apoyo al Ejecutivo de CiU para lo que queda de legislatura, por muy condicionado que fuese. Así pues, la virtualidad del ofrecimiento de Esquerra se reduce a un acuerdo bilateral; lo que cabe discutir son los términos, los contenidos, el alcance.

Entretanto, el Partido Popular ha comenzado ya a amenazar y a adoptar actitudes de amante celoso que, a pesar del tono arrogante de alguno de sus portavoces, no se corresponden con el margen de maniobra real del que la formación dispone. Porque, veamos: si el PP catalán dejase de apoyar a Convergència i Unió, ¿se lanzaría acto seguido a la guerrilla parlamentaria contra Pujol, en beneficio exclusivo de Maragall y, por ende, de Rodríguez Zapatero? No creo que estén los tiempos ni las Gescarteras para tales alegrías, francamente.

No, el verdadero margen de maniobra y la responsabilidad de ejercerlo residen en Convergència i Unió, que primero debe hacer frente a la moción de censura, pero después del 18 de octubre tiene que decidir cómo desea encarar la segunda mitad de la legislatura y preparar el día después de Pujol, qué quiere que sea para entonces Artur Mas: el primogénito del nacionalismo mayoritario, o el apoderado del PP.

Anteayer, el portavoz convergente, Ramon Camp, sostenía que 'CiU ocupa un espacio de centralidad política que le permite configurar mayorías diversas'. Pues de demostrar eso se trata, pero en algo más que votaciones decorativas y expresiones de buenos deseos. Si cuando los catalanes acudamos a votar en el otoño de 2003, el electorado tiene la percepción de que CiU puede seguir gobernando sola y exclusivamente en alianza con el PP, en ese caso el pujolismo habrá perpetrado su suicidio político.

Joan B. Culla es historiador.

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