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Columna
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¿Víctima o criminal?

Hay una novela de Virginia Woolf, Los años, en la que casi todos los personajes espían incansablemente a los demás e intentan distinguir bajo la armadura de los otros un gesto que revele su flaqueza, su cinismo, su hipocresía, su mezquindad o, al contrario, su determinación o su rectitud. Y también se fijan, a menudo, en la gente que habla sola por la calle, los desconocidos que se cruzan con ellos en las aceras de la ciudad y, al ser descubiertos en su soliloquio, se avergüenzan, se obnubilan o huyen avergonzados. 'En este momento', escribe Virginia Woolf, relatando uno de esos episodios, 'una dama pasaba hablando sola. Al ver que la miraban, se volvió y silbó, como si llamase a su perro. Pero el perro al que silbaba pertenecía a otra persona y salió disparado en dirección opuesta. La dama echó a andar deprisa, mordiéndose los labios'.

Fuera de casa ninguna persona es ella misma, porque uno siempre sale a la calle emboscado en algún disfraz, cristalizado en un iceberg que saca a la superficie sólo la parte de sí mismo que quiere que se vea y que, según el carácter de cada uno, según sea más sincero o más mentiroso, más franco o más introvertido, será grande, pequeña o diminuta. Todo eso que se oculta a muchos y se comparte con unos pocos -o, a veces, con nadie-, es lo que conocemos con el nombre de intimidad. Desde luego, la intimidad de alguien se puede romper de muchas maneras, la puede quebrar un policía que tira la puerta abajo de una patada, un fotógrafo sin escrúpulos o una de esas miradas en medio de la calle de las que hablaba Virginia Woolf que nos sorprenden, de pronto, soltándonos un discurso o cantando a voz en grito dentro del coche, haciendo un solo de guitarra con los dedos, riéndonos como dementes de cualquiera sabe qué o ensayando, con mucha mímica, las cuatro verdades que le vamos a decir dentro de diez minutos a uno que no sabe con quién está hablando, pero qué se ha creído usted, a mí nadie me trata de esa manera, tuercebotas, destripaterrones, merluzo, pisaverde.

Habrá que ver, a partir de ahora, cómo se presenta uno en el aeropuerto de Barajas, sobre todo si es para volar a Estados Unidos, que es lo que yo voy a hacer dentro de 15 días. Habrá que ver cómo se las arregla uno para mantener su fachada en pie a pesar de las medidas de seguridad que se han implantado tras la la criminal destrucción de las Torres Gemelas. Lo primero que hay que pensar es, sin duda, en la maleta. 'Las maletas se van antes que uno', dice Rafael Alberti en uno de los poemas de su libro Versos sueltos de cada día; pero eso era antes, ya no, ahora todos los equipajes son sospechosos, todos podrían ser dañinos y deben ser inspeccionados. Yo creo que la verdadera personalidad del viajero está siempre ahí, en la maleta, que ahí está su auténtico yo, están sus secretos más hondos, tal vez los más inconfesables. De modo que, ahora, tenemos un problema, porque los registros de las maletas no se hacen en privado, naturalmente, sino en presencia de los otros pasajeros, esa mujer o ese hombre que nos preceden en la fila de la aduana y que casi seguro no resistirán la tentación de echarle un ojo al cepillo rosa, la camiseta con flores, el secador de pelo y el resto de las piezas que componen esa especie de esqueleto de la intimidad que es el interior de una maleta. Imagínense si el señor de delante, que por fuera es un hombre de aspecto severo, casi militar, esconde unos rulos o un batín púrpura con estampado de margaritas; el individuo arrogante que está junto a él puede llevar en su bolsa desde unas chinelas de pana azul celeste hasta un bote de pegamento para el peluquín; y la señora malencarada de al lado, que es una mujer de modales secos y rostro intransigente, puede llevar una revista de chicos musculosos o ropa interior de seda escarlata, o lo que sea. Y no se olviden de los zapatos porque, al parecer, además de despojarse de cualquier cosa metálica que uno lleve, además de renunciar a la lima o el cortauñas, hay que quitarse los zapatos, así que nada de medias zurcidas o calcetines negros con topos amarillos.

La seguridad no debería ser lo contrario de la intimidad, pero lo es con mucha frecuencia y supongo que, en casos como éste, es difícil salvaguardarlas a la vez a las dos. Lo único que me atrevería a pedirle a las autoridades del aeropuerto es que, cuando dentro de unos días vaya a embarcar hacia Chicago, violen mi intimidad con delicadeza, que me traten como a una posible víctima de los asesinos, no como a un presunto criminal.

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