Novela de crianza
Esta breve historia es una historia bien contada; quiero decir con ello que el ritmo del relato está perfectamente ajustado al progreso de la historia propiamente dicha; en cierto modo, podríamos asimilarla a lo que se llama equilibrado en los vinos, el ajuste entre olor y sabor. Esta novela huele como sabe y hay que decir que sabe bien. Es un crianza bien conseguido.
La novela contiene una historia de amor. O quizá sea mejor decir de entrega porque, en realidad, lo que en ella se cuenta es cómo una mujer llegó a amar apasionadamente a un hombre y cómo, a medida que él se fue alejando de ella hasta apartarla por completo de su vida, ella lo siguió amando como si el hilo que los unía nunca se hubiera roto. De hecho Edwin, el hombre, frío como un pez y egotista según nos lo deja ver el relato, sólo fue fiel a la música, sólo ella lo apasionó de verdad. La mujer, en cambio, jamás dejó de sentirse unida a Edwin, ni siquiera cuando ambos se casaron con otra pareja y tuvieron hijos. Ella, Clara, sólo uno. La verdad es que el lector se siente tentado a pensar que toda esta historia no es sino una sublimación de un momento amoroso que perdura en una mente cada vez más extraviada. 'Cada fibra del cuerpo de mi madre gritaba Edwin. Pronto todos los pájaros cantaron Edwin, y las aguas gorgotearon su nombre. El viento lo susurró, el sol lo grabó a fuego en su piel. Edwin. Edwin desde todas las plantas, desde cada animal. ¡Edwin!, aullaban lejanos perros. Edwin, repicaba la lluvia. Edwin, cantaba el motor del Citroën de la empresa Banga...'. Podría ser el relato de un extravío, en efecto, sin contacto alguno con la realidad a partir del momento en que él deja de interesarse en ella, pero no lo es debido a la persona que ejerce de narrador: el hijo de Clara. Él, al narrar, pone de su parte la distancia necesaria para evitar esa tentación.
EL AMANTE DE MI MADRE
Urs Widmer Traducción de Carlos Fortea Siruela. Madrid, 2001 112 páginas. 1.950 pesetas
Junto a Edwin, hay otra clase de relación en su vida, se trata de su familia materna, comandada por un primo suyo, un beau tenebreux que la besó en su infancia, reconvertido en jefe de clan, un clan de vinateros de ambiente rural que suponen en segundo modo de contacto con la realidad de Clara. Y hay también un juego muy propio de la novela de nuestros días, que empieza a extenderse como una mancha de aceite: la incursión de personajes reales -históricos o actuales- en las vidas de los protagonistas del relato. En este caso se trata de dos muy conocidos: por el lado de la música, Béla Bartók, cuya música dirige Edwin y con el que Clara y Edwin traban amistad a través de la Joven Orquesta, llegando a estrenar una obra suya. Y por el lado de la historia política, el mismo Duce, que llega a visitar la compañía de vinos y a pegarse una comilona con la familia en la casa de campo.
Y así, podemos decir que la novela, como buena novela corta, empieza en tono alto y no lo pierde en ningún momento; que tiene un aire ligero y una prosa veloz, que la suma de anécdotas encarrila al lector sin dificultad, que la prosa es precisa y que las calidades descriptivas, no sólo ambientales sino gestuales y personales, son excelentes.
Hay escenas de excelente factura como, por ejemplo, la secuencia de su segunda visita al campo en la que nadie la ve, se convierte en una sombra; es magnífica la escena de la salida de Béla Bartók del teatro en el que Edwin acaba de dirigir el Divertimento para orquesta de cuerda, escena en la que ella vuelve a no ser vista, a ser una sombra; es magnífico el relato de la Segunda Guerra Mundial contada desde las labores del jardín, donde ella sí es una realidad fuerte y no una sombra...
El despego de Edwin y la ensoñación de Clara son casi una metáfora de la vida, de cómo la vida transcurre con firme indiferencia entre los deseos y las realidades de las personas. Pero el relato es un crianza y no un gran reserva porque, a mi modo de ver, incumple una regla esencial de todo gran relato: el de la obligación de resolver todos los problemas que el relato mismo plantea. El problema es que esta historia la cuenta el hijo de Clara (y que pudo serlo de Edwin, pero no lo fue y al que, sin embargo, la existencia de Edwin afectó -deducimos, más que vemos- en la atención de su madre). La pregunta que el lector se hace es ésta: ¿por qué cuenta el hijo esta historia?, ¿para qué la cuenta? No hay respuesta a esta pregunta y debería haberla, pues la elección de narrador no es gratuita sino sustancial. De hecho, el hijo no es necesario; tal como no es relatada, la historia hubiera podido serlo por sí sola. Que sea el hijo, lo implica: pero él no se implica, sólo relata (con bastante frialdad y distancia, por cierto). Es poco y, sobre todo, es un cabo suelto demasiado importante como para pasarlo por alto. El lector puede suponer, claro está, las razones del hijo; pero ésas estarán en la mente del lector, no en el libro; serán suposiciones, no presencias. Las buenas novelas han de ser siempre completamente leales a sí mismas.
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