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Tribuna:RIGOR O CRECIMIENTO ECONÓMICO
Tribuna
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El falso dilema

Rebajar la disciplina fiscal y monetaria para ayudar a superar la crisis económica supone, a juicio del autor, una mala receta

En su artículo publicado el pasado 9 de septiembre, Joaquín Estefanía plantea un dilema equivocado: crecimiento económico o rigor. Lo bueno que tiene la economía es que, haciendo gala de su mala memoria, cada cierto tiempo vuelve a replantear viejas cuestiones que parecía haber sido dilucidadas.

Es el mismo dilema de antaño, que se planteaba cuando se avecinaba una crisis: ¿conviene rebajar la disciplina fiscal y monetaria, y tener más inflación, para sostener la demanda y superar la crisis? La respuesta empírica, la que ha proporcionado la experiencia a un coste monumental en términos de crecimiento y empleo, es rotunda: no. No conviene en modo alguno relajar la disciplina, sobre todo fiscal, ni está justificado que a estas alturas nos saltemos a la torera los famosos criterios de convergencia plasmados en el Pacto de Estabilidad, que es precisamente el documento que resumió de alguna manera el consenso mayoritario en relación con esta cuestión, por lo menos para afirmar de manera taxativa qué es lo no conviene hacer de ninguna de las maneras.

Las razones han sido explicadas hasta la saciedad. La citada relajación no sirve para sostener la demanda, particularmente para relanzar la inversión, y ahora estamos precisamente ante una crisis derivada de una fuerte caída de la inversión. Pero, además, el descontrol financiero y fiscal tiene un efecto devastador sobre las empresas en dos variables esenciales: tipos de interés y salarios.

O dicho de otra manera: no hay nada que ganar y sí mucho que perder; nada que ganar en cuanto a demanda y mucho que perder en cuanto a costes. Recordemos la crisis de 1992: el más grande déficit fiscal de la historia no sirvió para sostener una demanda en regresión, pero contribuyó lo suyo a mantener unos tipos de interés por las nubes y unos salarios indiciados. Resultado, un millón de empleos destruidos. No volvamos a hacer las mismas tonterías. Podemos hacer otras, pero no las mismas.

Los partidarios de estas políticas suelen aludir a Keynes en busca de refugio intelectual, pero Keynes no tiene nada que ver con esta basura. Keynes hablaba de una política fiscal utilizada de forma anticíclica. Nada que ver con un déficit público permanente, como el que hemos tenido durante los últimos 25 años, en las más variadas circunstancias y en cualquier clase de coyuntura.

El dato aludido nos proporciona un indicio de cual es el trasfondo real de un debate ridículo, que no tiene nada que ver con la política económica sino con un Estado sobredimensionado y un sistema de bienestar infinanciable (en el actual estado de cosas). Y con una práctica convertida en dogma: más vale gastar más de lo que se ingresa que enfrentarse a los dolorosos procesos de racionalizar una gestión, lo que conlleva un coste político que no se está dispuesto a asumir. La discusión se ha llevado a un terreno técnico para no tener que hablar de comportamientos políticos y sociales. En economía no hay nada inocente.

El gasto público no está creciendo a ritmos del 6% en Alemania, por ejemplo, porque eso le convenga a la economía -todo lo contrario-, sino porque no se atreven a convertir parcialmente en variable -según el momento y las posibilidades- lo que hoy por hoy es un gasto fijo que compromete el 90% del presupuesto público de todos los países europeos para muchos años. El problema es que el gasto no está calculado según un crecimiento razonable de los ingresos, sino según la más optimista y feliz de las alternativas, esa que casi nunca se produce. Hasta los agricultores saben que las grandes cosechas se dan de cuando en cuando.

Familias y empresas no tienen más remedio que ajustarse a la realidad y gastar lo que tienen. Políticos y funcionarios opinan que esa regla de juego no es para ellos, y siempre encontrarán un economista que les explique que hacen bien y que sus razones son de lo más desinteresadas. La economía ha ocupado el lugar de la filosofía y está en disposición de proporcionar a quienes lo pidan los sofismas que sean necesarios.En su artículo publicado el pasado 9 de septiembre, Joaquín Estefanía plantea un dilema equivocado: crecimiento económico o rigor. Lo bueno que tiene la economía es que, haciendo gala de su mala memoria, cada cierto tiempo vuelve a replantear viejas cuestiones que parecía haber sido dilucidadas.

Es el mismo dilema de antaño, que se planteaba cuando se avecinaba una crisis: ¿conviene rebajar la disciplina fiscal y monetaria, y tener más inflación, para sostener la demanda y superar la crisis? La respuesta empírica, la que ha proporcionado la experiencia a un coste monumental en términos de crecimiento y empleo, es rotunda: no. No conviene en modo alguno relajar la disciplina, sobre todo fiscal, ni está justificado que a estas alturas nos saltemos a la torera los famosos criterios de convergencia plasmados en el Pacto de Estabilidad, que es precisamente el documento que resumió de alguna manera el consenso mayoritario en relación con esta cuestión, por lo menos para afirmar de manera taxativa qué es lo no conviene hacer de ninguna de las maneras.

Las razones han sido explicadas hasta la saciedad. La citada relajación no sirve para sostener la demanda, particularmente para relanzar la inversión, y ahora estamos precisamente ante una crisis derivada de una fuerte caída de la inversión. Pero, además, el descontrol financiero y fiscal tiene un efecto devastador sobre las empresas en dos variables esenciales: tipos de interés y salarios.

O dicho de otra manera: no hay nada que ganar y sí mucho que perder; nada que ganar en cuanto a demanda y mucho que perder en cuanto a costes. Recordemos la crisis de 1992: el más grande déficit fiscal de la historia no sirvió para sostener una demanda en regresión, pero contribuyó lo suyo a mantener unos tipos de interés por las nubes y unos salarios indiciados. Resultado, un millón de empleos destruidos. No volvamos a hacer las mismas tonterías. Podemos hacer otras, pero no las mismas.

Los partidarios de estas políticas suelen aludir a Keynes en busca de refugio intelectual, pero Keynes no tiene nada que ver con esta basura. Keynes hablaba de una política fiscal utilizada de forma anticíclica. Nada que ver con un déficit público permanente, como el que hemos tenido durante los últimos 25 años, en las más variadas circunstancias y en cualquier clase de coyuntura.

El dato aludido nos proporciona un indicio de cual es el trasfondo real de un debate ridículo, que no tiene nada que ver con la política económica sino con un Estado sobredimensionado y un sistema de bienestar infinanciable (en el actual estado de cosas). Y con una práctica convertida en dogma: más vale gastar más de lo que se ingresa que enfrentarse a los dolorosos procesos de racionalizar una gestión, lo que conlleva un coste político que no se está dispuesto a asumir. La discusión se ha llevado a un terreno técnico para no tener que hablar de comportamientos políticos y sociales. En economía no hay nada inocente.

El gasto público no está creciendo a ritmos del 6% en Alemania, por ejemplo, porque eso le convenga a la economía -todo lo contrario-, sino porque no se atreven a convertir parcialmente en variable -según el momento y las posibilidades- lo que hoy por hoy es un gasto fijo que compromete el 90% del presupuesto público de todos los países europeos para muchos años. El problema es que el gasto no está calculado según un crecimiento razonable de los ingresos, sino según la más optimista y feliz de las alternativas, esa que casi nunca se produce. Hasta los agricultores saben que las grandes cosechas se dan de cuando en cuando.

Familias y empresas no tienen más remedio que ajustarse a la realidad y gastar lo que tienen. Políticos y funcionarios opinan que esa regla de juego no es para ellos, y siempre encontrarán un economista que les explique que hacen bien y que sus razones son de lo más desinteresadas. La economía ha ocupado el lugar de la filosofía y está en disposición de proporcionar a quienes lo pidan los sofismas que sean necesarios.

Antxon Pérez de Calleja es economista.

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