El llanto calculado
Desde su arranque en el Festival de Cannes, La habitación del hijo arrastra por donde pasa una gozosa leyenda húmeda que hace de ella una de esas películas inolvidables que -ahora, cuando los viejos hermosos lazos del cine con la credulidad y la inocencia empiezan a ser infrecuentes- convierten la penumbra de las salas en un silencioso mar de lágrimas. Y de ahí procede lo más gratificante y singular de este filme, que es su eficacia emocional, su hermosa capacidad de descarga del consuelo liberador de llanto solidario.
A causa del desaliño que a veces deja ver en sus películas, hay quienes consideran a Nanni Moretti un director poco minucioso, inclinado a improvisar. No hay verdad en esto. La inmediatez de algunas de sus imágenes con pinta de cogidas al vuelo y de poco organizadas es sólo aparente, cuando no se trata de un desaliño buscado e incluso rebuscado. Es Moretti un inteligente cineasta que sabe sacar un extraordinario partido expresivo e incluso estilístico del cine pobre, hecho con un puñado de liras, del que saca un sorprendente jugo.
El jugo que la mirada de Moretti destila en La habitación del hijo es, por lo visto a su pesar, zumo de melodrama, de buen melodrama calculado con una regla entre los ojos. Y si digo que a su pesar es porque Moretti se resiste como gato panza arriba, terca e inexplicablemente, a aceptar que su película convierte el sufrimiento humano en espectáculo, cuando con toda evidencia eso es exactamente lo que hace y precisamente de ahí proviene la eficacia y maestría de sus calidades melodramáticas.
Y nada hay de rechazable, y menos de deleznable, en tan hermosas calidades, a no ser que lo que quiera Moretti es que veamos en este buen filme, que evidentemente se alimenta de inmortales patrones de género melodramático, una película de raíz inexplorada, hecha de celuloide inédito, cuando en realidad tiene detrás de ella muchos y muy ilustres antecedentes, desde el genial arcaísmo de Lirios rotos al prodigio de cine altamente evolucionado y refinado de Imitación a la vida.
O cabe deducir también que Moretti quiere hacer pasar por obra formalmente revolucionaria lo que es una excelente y generosa película conservadora, que rebosa, como buen drama genérico, de los frutos de una fuente de esponjosos y solidarios brotes de sentimentalidad, esos poderosos brotes del sentimiento que, mediante un cálculo de identificación tan experto y preciso como el que La habitación del hijo contiene, el espectador hace suyos y destapan incontenible el tarro de las lágrimas.
La fuerza de contagio emocional húmedo que tiene la cálida segunda parte de La habitación del hijo está hábilmente preparada por la calculada irrealidad de la primera, que es el retrato de una familia imposible, por no decir extrahumana, arcangélica, sin mácula o, en palabras de un crítico francés, salida de un spot publicitario, una familia de tal pureza y ejemplaridad que el espectador se identifica automáticamente con ella. Y su fuerza, como la de todo melodrama, se origina en su capacidad para arrancar del espectador lágrimas con la contemplación (o, si se quiere, el espectáculo) de imágenes que representan una forma atroz, quizás la más atroz, de dolor humano, que es la desencadenada por la súbita muerte del hijo. Y a lo que Moretti probablemente se resiste, al negar esta evidencia, es a que no se reconozca a su filme condición de tragedia, forma poética que sí rechaza el espectáculo del dolor, al trascenderlo. La habitación del hijo no trasciende el dolor de la muerte de éste, sino que lo asume y nos baña en su condición consoladora de fuente de llanto. Pero el consuelo trágico es seco, carece de lágrimas, porque el calor que despide es tal que las abrasa. Es (para entendernos) el aterrador consuelo que emana del niño suicida de Alemania, año cero, tragedia de Roberto Rossellini, maestro de Moretti, situada en los antípodas poéticos y a distancias astronómicas por encima de su drama La habitación del hijo.
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