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ANÁLISIS | NACIONAL
Columna
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Seguridad y libertades

Los efectos del terrorismo sobre la democracia

LA IMPOTENCIA DE LAS ORGANIZACIONES terroristas para destruir los sistemas democráticos marcha en paralelo con las devastadoras consecuencias de sus atentados sobre el ámbito de las libertades. España no ha sido el único país obligado a endurecer la legislación penal para dar respuesta a ETA; el Reino Unido, Francia, Alemania e Italia también han tenido que recurrir a medidas excepcionales en la lucha contra el terrorismo. Los atentados perpetrados el 11 de septiembre en Nueva York y Washington, interpretables como el inicio de una ofensiva generalizada contra todos los países occidentales, no ha hecho sino acelerar los trabajos de la Unión Europea (UE) para reforzar la cooperación judicial y policial e incrementar los instrumentos legales a disposición de la lucha antiterrorista. Además de aprobar un amplio paquete de medidas pendientes aún de formalización, el Consejo de Ministros de Justicia e Interior de la UE, reunido la víspera de la cumbre de Jefes de Estado y de Gobierno, hizo suyas dos propuestas de la Comisión de Bruselas: la euroorden de busca y captura, agilizadora de los trámites de extradición de los terroristas, y la homogeneización de la normativa penal sobre terrorismo -ahora tan dispar- en todos los países.

Los instrumentos legales que el Estado de derecho pone en manos del Ejecutivo para prevenir y combatir la amenaza terrorista crean marcos de excepcionalidad que deben ser controlados

Aunque sólo una visión angélica de la realidad tendría la irresponsabilidad de poner en duda el derecho de las sociedades democráticas a defenderse del terrorismo, la adopción de medidas excepcionales de carácter penal y procesal plantea siempre problemas. Es indiscutible que las libertades individuales y la seguridad pública son el anverso y el reverso de la misma moneda. Thomas Hobbes advirtió en Leviathan que 'las nociones de lo moral y de lo inmoral, de lo justo y de lo injusto', pierden sentido cuando la guerra fratricida condena a los hombres a una 'vida solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta'; sólo la maquinaria del poder tiene capacidad para proporcionar a la sociedad 'la paz y la seguridad' que sus miembros necesitan. Pese a la abismal diferencia que separa al súbdito hobbesiano del ciudadano libre, el Estado absoluto del siglo XVII y el régimen democrático del siglo XXI tienen en común la tarea de garantizar la seguridad -interior y exterior- de la sociedad; las libertades individuales precisan para sobrevivir de leyes que las amparen, de jueces que las protejan y de policías que las defiendan.

Los problemas surgen, sin embargo, cuando la libertad y la seguridad, valores en teoría conciliables, encuentran dificultades de armonización. La resistencia del Congreso de Estados Unidos a votar sin modificación alguna el paquete de medidas antiterroristas propuestas por el fiscal general Ashcroft (los registros sin autorización judicial, las detenciones por tiempo indefinido y la configuración abierta del tipo delictivo, entre otras) y las advertencias lanzadas por Amnistía Internacional y Human Rights Watch ponen de relieve la maligna capacidad de la estrategia terrorista para hacer aflorar con sus provocaciones los conflictos entre la libertad individual y la seguridad pública.

El temor a que las situaciones de excepcionalidad inducidas por el terrorismo pongan en peligro las libertades individuales nace de que el Estado es una institución constituida por personas de carne y hueso, no el 'dios mortal' idealizado por Hobbes en Leviathan. Las asociaciones defensoras de los derechos humanos difícilmente podrían oponerse en abstracto a medidas adoptadas por los Estados para reforzar la seguridad pública y proteger la vida de los ciudadanos. El origen de su vigilante preocupación es la tendencia de los servicios de seguridad a abusar en concreto de las competencias excepcionales que el Estado de derecho les confía con el exclusivo objetivo de combatir al terrorismo; si El hombre que fue jueves, de Chesterton, es sólo un juego de ingenio, la experiencia muestra que la conculcación de los valores democráticos y de los derechos humanos por quienes deben defenderlos no es un riesgo descartable.

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