Hace ocho meses en Madrid
Hace ocho meses -como quien dice ayer- Eduardo Zaplana se mostraba en todo su esplendor en Madrid. Vicepresidentes del Gobierno, Mariano Rajoy y Rodrigo Rato; ministros, Federico Trillo, Jaume Matas, Cristóbal Montoro, Jesús Posada, Pío Cabanillas; la presidenta del Senado, Esperanza Aguirre; el secretario general del PP, Javier Arenas; el arzobispo de Valencia, Agustín García-Gasco; la crème de la crème del empresariado valenciano; amén, cómo no, de todos los que son o quieren ser algo en el PP de la Comunidad Valenciana. Pero había más: José Bono, presidente de Castilla-La Mancha, y Miquel Roca, ex portavoz de CiU en el Congreso, oficiaban de padrinos. Tanto poderío se remataba con la presencia de Ana Botella. El presidente de la Generalitat presentaba su libro El acierto de España, la vertebración de una nación plural en un salón del madrileño hotel Palace incapaz de acoger a todos los asistentes, que acabaron desparramados por los pasillos. La mayoría de los observadores fueron unánimes en su conclusión: Zaplana presentaba en Madrid sus credenciales para aspirar a la sucesión de Aznar. Únicamente unos pocos malpensados se atrevieron a susurrar clandestinamente 'sí, pero tampoco hay que descartar que la mayoría asistiera a un funeral de primera'.
El tiempo ha quitado la razón a los malpensados; pero en estos ocho meses el fulgor del presidente de la Generalitat se ha reducido notablemente. Aquella brillantez, aquel poderío, está ahora oscurecido por el escapismo de Zaplana a la hora de explicar el cómo, el porqué y el para qué decidió fichar a Jaime Morey como asesor, por la situación de la sanidad pública valenciana, la financiación autonómica -un modelo que llegó a llevar su nombre y que hoy no reivindican ni los suyos-, la deuda pública que supera el billón. Y, para colmo, la amenaza de una recesión económica que se dejará sentir en los sectores más productivos de la economía valenciana.
En apenas ocho meses la situación de Zaplana ha cambiado, y no precisamente a mejor. Significa esto que el líder del PP atraviesa momentos de debilidad. En absoluto. De celebrarse hoy elecciones autonómicas, volvería a reeditar su amplia mayoría absoluta sin necesidad de esforzarse demasiado. El último debate de política general reveló hasta qué punto el principal partido de la oposición ni está, ni se le espera.
Pero fue precisamente en ese debate donde Zaplana, bien fuera por ausencia de estímulos, por cansancio o por pereza, dio muestras de agotamiento. De entrada, lejos de encarar la nueva situación mundial provocada por el atentado a las Torres Gemelas y sus inevitables consecuencias en la economía, se envolvió en un discurso triunfalista asentado en el pasado y sin respuesta alguna para afrontar las incógnitas del futuro. Apostó por una reorganización del Consell que, a medida que pasa el tiempo, adquiere todas las características de una improvisación forzada para lograr un titular en los medios de comunicación y no un intento serio de reformar el Consell para afrontar los nueva situación.
Parece claro que Eduardo Zaplana, salvo sorpresa, no tiene la menor intención de realizar una crisis en su gobierno por más que existan razones objetivas para realizarla. Su actual equipo ha navegado siempre con viento en las velas y, a pesar de ello, ha encallado en varias ocasiones. De ahí el escepticismo que existe sobre su capacidad para sortear una etapa marcada por la crisis económica y la austeridad forzada por la carga de la deuda. Donde no hay harina, todo es mohína y los gobiernos del PP, si por algo se han caracterizado, es por su alegría en el gasto. Los presupuestos de 2002 serán esenciales para saber por dónde irá la política del Consell, pero si son tan increíbles como los del Gobierno no servirán para nada.
Han pasado ocho meses desde que Zaplana se exhibiera en toda su majestad en el Palace y ya nada es lo que era. Hoy, muchos de quienes le acompañaron en aquella fiesta llevan plomo en las alas. Para ellos hace frío en Madrid; para Zaplana, como poco, empieza a hacer fresquito.
LA BATALLA ENERGÉTICA
El empresariado castellonense se ha unido como una piña para reclamar la instalación de una planta de regasificación en el puerto de Castellón que realizaría Iberdrola. La apuesta, revestida de reivindicación localista, no se sostiene empresarialmente toda vez que Unión Fenosa tiene muy adelantados sus planes para instalar su planta en Sagunto y empezar a funcionar a partir de 2005. La distancia que separa Sagunto de Castellón es irrelevante, por eso se entiende aún menos la polémica. Salvo que detrás de tanta palabrería se esconda la auténtica batalla: la que libran las eléctricas para mantener o modificar el mapa energético español.
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