Ropa
El otoño de Granada convierte los matices en sorpresa, los movimientos silenciosos en conmoción llamativa, el brillo insinuado en una algarabía de estanques y resplandores. La ciudad tiene alma de plaza pequeña y de limón escondido en un armario, pero con las lluvias de septiembre consigue imponer sus secretos en el aire, haciendo del sigilo de la lentitud un decorado, una forma imprecisa de espectáculo. La luz se hunde en el cielo y deja sobre las cúpulas y las torres un violeta desteñido. El bosque de la Alhambra se envuelve en un plumaje de tonos ocres y respira con el ensimismamiento de los paseantes ociosos. Las calles obedecen a un pulso que duda entre la realidad y la memoria, entre la pereza morada de la actualidad y las energías acuciantes del recuerdo. Con una delicadeza ambiental tan minuciosa y avasalladora, no es extraño que yo tardara en descubrir los méritos otoñales de las tiendas de ropa.
Es verdad que a las tiendas de ropa se entra con mal pie, porque casi todos nos damos de alta en la vida social a través de una madre voluntariosa que se ve dos veces al año en la obligación de comprarnos todo lo necesario para calmar las hambres perrunas de los cajones y las perchas. Los niños suelen identificar la palabra tortura con una sofocación de horas muertas, una condena de tallas, dudas, probadores, precios, vigilancia y caminatas. Además, las tiendas de mi infancia eran tristonas, más bien secas, como un olmo enfermo en una acera manchada por los humos. Tuve que esperar a echarme novia y a que la ciudad se modernizara un poco para descubrir que las tiendas de ropa merecen respeto, una inversión de curiosidad y de tardes entregadas al espectáculo de la vida. Acompañar a una mujer en la aventura indecisa de las tallas y del '¿me queda bien?', nos pone en contacto con mil mujeres, con mil preguntas, con espejos cargados de dinamita, con movimientos corporales que llenan de alegría las grandes superficies. Se trata de una muchedumbre de intimidades que se hacen públicas, mientras las compradoras se examinan a sí mismas, se muerden los labios, se acercan las prendas al cuerpo, respiran hondo, observan sus cinturas, sus pechos, sus perfiles, antes de pasar al siguiente escalón de la duda, para perderse por el caribe mercantil de los probadores. Aunque uno mantenga la compostura y el respeto, las tiendas de ropa son entonces un bosque tornasolado, conocido, sugerente, una naturaleza familiar llena de pequeños tesoros, de tentaciones que se disuelven en la complicidad irónica de nuestras parejas. Ella también está guapísima.
Llega un día en el que uno acompaña a su hija a comprar ropa. Y llega otro día en el que ya no se es el padre voluntarioso que tortura a la niña en busca de atuendos escolares, sino el cómplice maduro de una adolescente que escoge sus propias tiendas, y duda ante los espejos, y examina las posibilidades de su cuerpo, rodeada de otros cuerpos parecidos al suyo, deslumbrantes, flexibles, encantadoramente dudosos. La tienda de ropa tiene entonces el resplandor de un bosque extranjero, uniendo a la belleza el poder fascinante de la distancia. Fábricas sigilosas de primaveras, los otoños son el probador en el que se esconde la vida.
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