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Tribuna:LA ECONOMÍA VALENCIANA
Tribuna
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¿Están impidiendo los árboles ver el bosque?

El autor repasa la evolución de la economía valenciana, en la que coexisten un bajo nivel educativo y una elevada sobrecualificación

Que los árboles formen el bosque no evita en muchas ocasiones que, como constata el dicho popular, los primeros impidan verlo. Algo de esto puede estar sucediendo con la situación de la economía valenciana, en la cual empiezan a emerger rasgos cada vez más preocupantes. La espectacularidad del endeudamiento generado por los actuales gestores del Consell, su fracaso en conseguir equilibrar las asimetrías en la financiación por habitante en el nuevo marco de financiación de las comunidades autónomas o su incapacidad para prever los recursos con los que financiar el funcionamiento anual de la costosa política de grandes contenedores culturales a la que se lanzaron recién llegados al gobierno, son, sin duda, algunos de ellos. Pero, probablemente, también son ese tipo de árboles que dificultan ver el conjunto del bosque. De esta forma, su espectacularidad, y el que la acción pública ocupe un espacio destacado en los medios de comunicación, puede estar impidiendo detectar y diagnosticar otras carencias de la estructura productiva y la magnitud de los retos que, dentro del nuevo marco económico internacional, éstas imponen para asegurar una senda de crecimiento sostenido en el largo plazo compatible con bajos niveles de desempleo.

El fuerte endeudamiento público constituye un hecho de innegable trascendencia

No se trata de negar lo evidente: el fuerte endeudamiento público constituye un hecho de innegable trascendencia, tanto por su cuantía y su origen como por la hipoteca que supone. Pero la duda es si los interrogantes sobre nuestro futuro pueden articularse en torno a las consecuencias de este aspecto. Porque en el terreno de la economía la incógnita a despejar es en qué medida la adaptación de la estructura productiva a la nueva realidad derivada de su plena integración en el mercado europeo y de la revolución tecnológica -de la globalización-, no presenta carencias de magnitud suficiente para poner en peligro a medio plazo la continuidad del ritmo de crecimiento y el nivel de bienestar alcanzado. Lo cual determinaría un aumento de la diferencia porcentual, que hoy como ayer, mantenemos en nuestro nivel de renta por habitante respecto al de los países más avanzados.

A la dificultad de acertar en el diagnóstico contribuye, sin duda, el creciente escepticismo de los economistas sobre nuestra capacidad para identificar cuáles son las causas por las que unas economías son más ricas que otras. Además, en nuestro caso concreto, influye de forma muy destacada la escasa proclividad de los gestores públicos a crear espacios comunes para el debate y la pasividad, como colectivo, de los economistas académicos valencianos una vez que la, en otros tiempos, cívicamente activa Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales ha quedado definitivamente convertida en un instituto de enseñanza secundaria.

En cualquier caso, el desconocimiento no es total y mucho menor de lo que pretenden las declaraciones de los gestores públicos. Tras decenios de debate sobre las causas de la riqueza, y la pobreza, de las naciones, hoy disponemos de algunas certezas. Y su contrastación con la información cuantitativa sobre la situación valenciana no arroja un balance que incite al optimismo o deje resquicios para la autocomplacencia.

La inexistente convergencia

Una de esas certezas es la extrema dificultad de las economías para converger; para equiparar sus rentas por habitante. Del ingente esfuerzo académico de los últimos años, que Lant Pritchett sintetizara en el Journal of Economic Perspectives, emerge con claridad la conclusión de que los diferenciales temporales en el ritmo de crecimiento de las economías menos desarrolladas, como la valenciana o la española, no han conducido en el último siglo, con excepciones que se cuentan con los dedos de una mano, a converger con las más avanzadas. De lo cual deberían tomar nota los gobernantes, valencianos y no valencianos, que, incluso iniciada la fase de desaceleración, no dejan de anunciar la ya próxima equiparación de nuestra renta por habitante con la de la media de la Europa de los Quince.

Ciertamente, como la historia es muda, siempre es posible elegir períodos ad hoc para intentar demostrar lo contrario. Pero si en lugar de trocearla según el interés de cada cual, se analiza el conjunto del siglo XX, la conclusión desde la perspectiva de la convergencia es desoladora. La comparación de los resultados de las investigaciones de Albert Carreras y Leandro Prados de la Escosura con las cifras sobre otros países recopiladas por Agnus Maddison así lo demuestra: en términos porcentuales y sobre la renta por habitante de las economías más avanzadas, España ha acabado el siglo XX prácticamente en el mismo punto en que lo comenzó: en el rango del 70-75% de la media del PIB por habitante de Gran Bretaña, Francia y Alemania.

Y lo mismo cabe indicar en relación con la economía valenciana, aunque la información disponible obligue a un cálculo indirecto. La mejora entre comienzos y finales del siglo ha sido, en el mejor de los casos, de dos puntos porcentuales respecto a la media española. Es decir: de convergencia nada de nada. Ello no niega la importancia de las transformaciones que han tenido lugar porque aun sin convergencia, la distancia respecto a las economías más avanzadas no ha aumentado. Pero, en mi opinión, las cifras resaltan sobre todo la vigencia del consejo del conejo rojo a la reina Alicia cuando le dijo que 'en este país, Alicia, hay que correr mucho para no quedarse retrasado'.

Crisis del modelo valenciano

En relación con las transformaciones del pasado, también el resultado de las investigaciones sobre la economía valenciana es taxativo: su incorporación al tren del desarrollo, tanto en la segunda mitad del siglo XIX como en la etapa final de la industrialización durante los años sesenta, se produjo gracias a la favorable combinación de tres factores: mano de obra relativamente cualificada, tecnología susceptible de ser adaptada a las necesidades del sistema productivo y a la dotación de factores y estructura de la propiedad. Fue esa combinación la que hizo posible superar la escasez de capital, principal restricción al crecimiento durante este largo período. Ello no evitó una especialización en técnicas intensivas en trabajo y que buena parte de los procesos más rentables, pero para los que los requerimientos de capital fijo eran más elevados, quedaran en manos de empresarios foráneos. Pero sí hizo posible el traslado de recursos hacia los sectores de mayor productividad y una senda de crecimiento y de creación de empleo que, sin ser excepcional dentro del panorama europeo, ha permitido no perder posiciones respecto a los países líderes.

Lo preocupante, sin embargo, es que la combinación favorable de factores que han permitido en el último siglo y medio evitar un proceso de divergencia pueden estar desapareciendo. Cualquiera que sea la valoración personal del fenómeno de la globalización, parece indiscutible que ésta coloca en un lugar todavía más central que en el pasado al capital humano. El conocimiento, las ideas o, en términos prácticos, el nivel de cualificación de la población activa, es el que permite crear, implementar y adaptar las nuevas tecnologías y, por tanto, fomentar el crecimiento y abandonar el segmento del mercado en donde la competitividad se basa, prioritariamente, en bajos costes salariales.

Es cierto que el crecimiento de una economía, de la valenciana como de cualquier otra, no es función sólo de las ideas generadas en su seno. Pero también lo es que el aumento sostenido del producto por habitante depende de la creación de puestos de trabajo de elevada productividad función, a su vez, de lo que Abramovitz denominó 'capacidad social' de absorción, o de adaptación, de las nuevas tecnologías. La cual está directamente relacionada con el nivel de cualificación de su población.

Déficit de capital humano

Y es en este terreno, donde las carencias de la economía valenciana son especialmente relevantes. Tanto se ha insistido en el bajo nivel educativo de su población activa (como aproximación a su capacidad para comprender, aplicar y desarrollar tecnologías que impulsen mejoras en la productividad) que su recordatorio ha dejado de ser noticia. Que su nivel se sitúe entre los más bajos de las comunidades autónomas y junto a las más atrasadas, muy por debajo, por tanto, del de los países más avanzados de la Europa de los Quince, parece no importar a pesar de toda la evidencia acumulada sobre su relevancia para el aumento sostenido de la renta. Y lo mismo empieza a ocurrir con el modesto nivel de inversión en I+D cuya tasa, según cifras públicas, ha caído en la Comunidad Valenciana casi a la tercera parte entre 1987/92 y 1993/1998, superando el 80% en el caso de las universidades.

Pero esto no es todo. Demasiado a menudo se olvida que la cualificación de la población es condición necesaria pero no suficiente para el aumento de la productividad y, por tanto, del bienestar. La conexión entre ambas exige que los puestos de trabajo existentes, o al menos los de nueva creación, tengan unos requerimientos acordes con los mayores niveles de cualificación laboral conseguidos. ¿Está teniendo lugar esta conexión en la economía valenciana? Con la información disponible, la respuesta es no: gran parte de los puestos de trabajo son de baja cualificación, lo cual ha dado lugar a un aumento del fenómeno de la 'sobrecualificación'. En pocas palabras, la realización de las tareas de buena parte de los puestos de trabajo no requiere el uso de las aptitudes adquiridas por quienes los desempeñan. Según la Encuesta de Inserción Laboral realizada por el IVIE para la Fundació Bancaixa, el desajuste objetivo severo (muy o bastante sobrecualificado) de los jóvenes, tanto en el primer empleo como en el último, ha aumentado en diez puntos porcentuales entre 1996 y 1999 situándose, en ambos casos, por encima de un tercio del total de los puestos de trabajo. Por su parte, la existencia de algún tipo de sobrecualificación (muy, bastante o algo sobrecualificado) supera el 50% frente a sólo un 25% de adecuadamente preparados.

La coexistencia de bajos niveles educativos y porcentajes elevados de sobrecualificación es uno de los rasgos más preocupantes de la estructura productiva valenciana y remite a la baja cualificación de los empresarios y a la creciente dificultad de muchos de ellos para aprovechar las posibilidades que brinda la revolución tecnológica en un contexto cada vez más global. A pesar del desinterés público sobre esta cuestión, el problema es socialmente muy relevante. Primero porque los empresarios son una pieza fundamental en la creación de empleo. Y segundo, porque, con una movilidad creciente del trabajo, fomentada por una inmigración alegal cada vez más intensa, las consecuencias de la baja capacidad empresarial para aprovechar las ventajas del nuevo contexto internacional generando empleo de elevada productividad no las sufren los propios empresarios. Son los trabajadores los más amenazados por esta situación: los no cualificados por cuanto pueden ser fácilmente sustituidos por extranjeros alegales, y los sobrecualificados porque las tareas poco cualificadas de sus puestos de trabajo pueden ser fácilmente realizadas por trabajadores menos preparados, obligando a los más cualificados a emigrar hacia otras economías con mayores requerimientos de capital humano. Una economía dominada por puestos de trabajo menos cualificados implica empleo peor retribuido lo que, ciertamente, implica costes menores y posibilidad de subsistir para empresas de baja productividad. Pero, al mismo tiempo, ello supone también menores salarios y, menor capacidad de crecimiento a largo plazo, por la baja productividad y, por tanto, menores posibilidades de aumentar el nivel de bienestar para todos.

Ninguna de la constataciones anteriores tiene relevancia política partidaria. Afortunadamente, los procesos descritos son lentos en términos del ciclo político tal y como éste se desarrolla entre nosotros. Quizá por ello puede no ser un exceso de ingenuidad pensar que los agentes públicos, sociales y políticos, pueden, y deben, afrontar el análisis de la amplitud de estas carencias y sus soluciones. Contribuirían con ello a asegurar un mejor futuro no sólo para la generación de valencianos hoy en el mercado de trabajo, sino también para sus hijos y para los hijos de sus hijos.Que los árboles formen el bosque no evita en muchas ocasiones que, como constata el dicho popular, los primeros impidan verlo. Algo de esto puede estar sucediendo con la situación de la economía valenciana, en la cual empiezan a emerger rasgos cada vez más preocupantes. La espectacularidad del endeudamiento generado por los actuales gestores del Consell, su fracaso en conseguir equilibrar las asimetrías en la financiación por habitante en el nuevo marco de financiación de las comunidades autónomas o su incapacidad para prever los recursos con los que financiar el funcionamiento anual de la costosa política de grandes contenedores culturales a la que se lanzaron recién llegados al gobierno, son, sin duda, algunos de ellos. Pero, probablemente, también son ese tipo de árboles que dificultan ver el conjunto del bosque. De esta forma, su espectacularidad, y el que la acción pública ocupe un espacio destacado en los medios de comunicación, puede estar impidiendo detectar y diagnosticar otras carencias de la estructura productiva y la magnitud de los retos que, dentro del nuevo marco económico internacional, éstas imponen para asegurar una senda de crecimiento sostenido en el largo plazo compatible con bajos niveles de desempleo.

No se trata de negar lo evidente: el fuerte endeudamiento público constituye un hecho de innegable trascendencia, tanto por su cuantía y su origen como por la hipoteca que supone. Pero la duda es si los interrogantes sobre nuestro futuro pueden articularse en torno a las consecuencias de este aspecto. Porque en el terreno de la economía la incógnita a despejar es en qué medida la adaptación de la estructura productiva a la nueva realidad derivada de su plena integración en el mercado europeo y de la revolución tecnológica -de la globalización-, no presenta carencias de magnitud suficiente para poner en peligro a medio plazo la continuidad del ritmo de crecimiento y el nivel de bienestar alcanzado. Lo cual determinaría un aumento de la diferencia porcentual, que hoy como ayer, mantenemos en nuestro nivel de renta por habitante respecto al de los países más avanzados.

A la dificultad de acertar en el diagnóstico contribuye, sin duda, el creciente escepticismo de los economistas sobre nuestra capacidad para identificar cuáles son las causas por las que unas economías son más ricas que otras. Además, en nuestro caso concreto, influye de forma muy destacada la escasa proclividad de los gestores públicos a crear espacios comunes para el debate y la pasividad, como colectivo, de los economistas académicos valencianos una vez que la, en otros tiempos, cívicamente activa Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales ha quedado definitivamente convertida en un instituto de enseñanza secundaria.

En cualquier caso, el desconocimiento no es total y mucho menor de lo que pretenden las declaraciones de los gestores públicos. Tras decenios de debate sobre las causas de la riqueza, y la pobreza, de las naciones, hoy disponemos de algunas certezas. Y su contrastación con la información cuantitativa sobre la situación valenciana no arroja un balance que incite al optimismo o deje resquicios para la autocomplacencia.

La inexistente convergencia

Una de esas certezas es la extrema dificultad de las economías para converger; para equiparar sus rentas por habitante. Del ingente esfuerzo académico de los últimos años, que Lant Pritchett sintetizara en el Journal of Economic Perspectives, emerge con claridad la conclusión de que los diferenciales temporales en el ritmo de crecimiento de las economías menos desarrolladas, como la valenciana o la española, no han conducido en el último siglo, con excepciones que se cuentan con los dedos de una mano, a converger con las más avanzadas. De lo cual deberían tomar nota los gobernantes, valencianos y no valencianos, que, incluso iniciada la fase de desaceleración, no dejan de anunciar la ya próxima equiparación de nuestra renta por habitante con la de la media de la Europa de los Quince.

Ciertamente, como la historia es muda, siempre es posible elegir períodos ad hoc para intentar demostrar lo contrario. Pero si en lugar de trocearla según el interés de cada cual, se analiza el conjunto del siglo XX, la conclusión desde la perspectiva de la convergencia es desoladora. La comparación de los resultados de las investigaciones de Albert Carreras y Leandro Prados de la Escosura con las cifras sobre otros países recopiladas por Agnus Maddison así lo demuestra: en términos porcentuales y sobre la renta por habitante de las economías más avanzadas, España ha acabado el siglo XX prácticamente en el mismo punto en que lo comenzó: en el rango del 70-75% de la media del PIB por habitante de Gran Bretaña, Francia y Alemania.

Y lo mismo cabe indicar en relación con la economía valenciana, aunque la información disponible obligue a un cálculo indirecto. La mejora entre comienzos y finales del siglo ha sido, en el mejor de los casos, de dos puntos porcentuales respecto a la media española. Es decir: de convergencia nada de nada. Ello no niega la importancia de las transformaciones que han tenido lugar porque aun sin convergencia, la distancia respecto a las economías más avanzadas no ha aumentado. Pero, en mi opinión, las cifras resaltan sobre todo la vigencia del consejo del conejo rojo a la reina Alicia cuando le dijo que 'en este país, Alicia, hay que correr mucho para no quedarse retrasado'.

Crisis del modelo valenciano

En relación con las transformaciones del pasado, también el resultado de las investigaciones sobre la economía valenciana es taxativo: su incorporación al tren del desarrollo, tanto en la segunda mitad del siglo XIX como en la etapa final de la industrialización durante los años sesenta, se produjo gracias a la favorable combinación de tres factores: mano de obra relativamente cualificada, tecnología susceptible de ser adaptada a las necesidades del sistema productivo y a la dotación de factores y estructura de la propiedad. Fue esa combinación la que hizo posible superar la escasez de capital, principal restricción al crecimiento durante este largo período. Ello no evitó una especialización en técnicas intensivas en trabajo y que buena parte de los procesos más rentables, pero para los que los requerimientos de capital fijo eran más elevados, quedaran en manos de empresarios foráneos. Pero sí hizo posible el traslado de recursos hacia los sectores de mayor productividad y una senda de crecimiento y de creación de empleo que, sin ser excepcional dentro del panorama europeo, ha permitido no perder posiciones respecto a los países líderes.

Lo preocupante, sin embargo, es que la combinación favorable de factores que han permitido en el último siglo y medio evitar un proceso de divergencia pueden estar desapareciendo. Cualquiera que sea la valoración personal del fenómeno de la globalización, parece indiscutible que ésta coloca en un lugar todavía más central que en el pasado al capital humano. El conocimiento, las ideas o, en términos prácticos, el nivel de cualificación de la población activa, es el que permite crear, implementar y adaptar las nuevas tecnologías y, por tanto, fomentar el crecimiento y abandonar el segmento del mercado en donde la competitividad se basa, prioritariamente, en bajos costes salariales.

Es cierto que el crecimiento de una economía, de la valenciana como de cualquier otra, no es función sólo de las ideas generadas en su seno. Pero también lo es que el aumento sostenido del producto por habitante depende de la creación de puestos de trabajo de elevada productividad función, a su vez, de lo que Abramovitz denominó 'capacidad social' de absorción, o de adaptación, de las nuevas tecnologías. La cual está directamente relacionada con el nivel de cualificación de su población.

Déficit de capital humano

Y es en este terreno, donde las carencias de la economía valenciana son especialmente relevantes. Tanto se ha insistido en el bajo nivel educativo de su población activa (como aproximación a su capacidad para comprender, aplicar y desarrollar tecnologías que impulsen mejoras en la productividad) que su recordatorio ha dejado de ser noticia. Que su nivel se sitúe entre los más bajos de las comunidades autónomas y junto a las más atrasadas, muy por debajo, por tanto, del de los países más avanzados de la Europa de los Quince, parece no importar a pesar de toda la evidencia acumulada sobre su relevancia para el aumento sostenido de la renta. Y lo mismo empieza a ocurrir con el modesto nivel de inversión en I+D cuya tasa, según cifras públicas, ha caído en la Comunidad Valenciana casi a la tercera parte entre 1987/92 y 1993/1998, superando el 80% en el caso de las universidades.

Pero esto no es todo. Demasiado a menudo se olvida que la cualificación de la población es condición necesaria pero no suficiente para el aumento de la productividad y, por tanto, del bienestar. La conexión entre ambas exige que los puestos de trabajo existentes, o al menos los de nueva creación, tengan unos requerimientos acordes con los mayores niveles de cualificación laboral conseguidos. ¿Está teniendo lugar esta conexión en la economía valenciana? Con la información disponible, la respuesta es no: gran parte de los puestos de trabajo son de baja cualificación, lo cual ha dado lugar a un aumento del fenómeno de la 'sobrecualificación'. En pocas palabras, la realización de las tareas de buena parte de los puestos de trabajo no requiere el uso de las aptitudes adquiridas por quienes los desempeñan. Según la Encuesta de Inserción Laboral realizada por el IVIE para la Fundació Bancaixa, el desajuste objetivo severo (muy o bastante sobrecualificado) de los jóvenes, tanto en el primer empleo como en el último, ha aumentado en diez puntos porcentuales entre 1996 y 1999 situándose, en ambos casos, por encima de un tercio del total de los puestos de trabajo. Por su parte, la existencia de algún tipo de sobrecualificación (muy, bastante o algo sobrecualificado) supera el 50% frente a sólo un 25% de adecuadamente preparados.

La coexistencia de bajos niveles educativos y porcentajes elevados de sobrecualificación es uno de los rasgos más preocupantes de la estructura productiva valenciana y remite a la baja cualificación de los empresarios y a la creciente dificultad de muchos de ellos para aprovechar las posibilidades que brinda la revolución tecnológica en un contexto cada vez más global. A pesar del desinterés público sobre esta cuestión, el problema es socialmente muy relevante. Primero porque los empresarios son una pieza fundamental en la creación de empleo. Y segundo, porque, con una movilidad creciente del trabajo, fomentada por una inmigración alegal cada vez más intensa, las consecuencias de la baja capacidad empresarial para aprovechar las ventajas del nuevo contexto internacional generando empleo de elevada productividad no las sufren los propios empresarios. Son los trabajadores los más amenazados por esta situación: los no cualificados por cuanto pueden ser fácilmente sustituidos por extranjeros alegales, y los sobrecualificados porque las tareas poco cualificadas de sus puestos de trabajo pueden ser fácilmente realizadas por trabajadores menos preparados, obligando a los más cualificados a emigrar hacia otras economías con mayores requerimientos de capital humano. Una economía dominada por puestos de trabajo menos cualificados implica empleo peor retribuido lo que, ciertamente, implica costes menores y posibilidad de subsistir para empresas de baja productividad. Pero, al mismo tiempo, ello supone también menores salarios y, menor capacidad de crecimiento a largo plazo, por la baja productividad y, por tanto, menores posibilidades de aumentar el nivel de bienestar para todos.

Ninguna de la constataciones anteriores tiene relevancia política partidaria. Afortunadamente, los procesos descritos son lentos en términos del ciclo político tal y como éste se desarrolla entre nosotros. Quizá por ello puede no ser un exceso de ingenuidad pensar que los agentes públicos, sociales y políticos, pueden, y deben, afrontar el análisis de la amplitud de estas carencias y sus soluciones. Contribuirían con ello a asegurar un mejor futuro no sólo para la generación de valencianos hoy en el mercado de trabajo, sino también para sus hijos y para los hijos de sus hijos.

Jordi Palafox es catedrático de Historia e Instituciones Económicas en la Universidad de Valencia.

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