El día en que Movilla se afeitó
El nuevo medio centro del Atlético, al fin reconocido tras muchos años de pelea, protege su fútbol con varias supersticiones
No era supersticioso. Pero un día agarró la maquinilla, se despidió de los rizos rubios que poblaban su cabeza y se afeitó. Coincidió que la mala suerte que hasta entonces había guiado su carrera se fue de viaje. O pudo ser la camiseta que le regalaron con la imagen del Cautivo, del que es cofrade en Málaga, con su nombre detrás. Ya está en los huesos, encogida por encima del ombligo y con el dibujo descolorido, pero sigue llevándola debajo del uniforme oficial y la lava en casa, no vaya a ser que en el club alguien se la destroce. O tal vez fue la cruz que cuelga de su cuello. O quizás su manía de ponerse las medias al revés. O su habilidad para entrar al campo con el pie derecho y santiguarse al mismo tiempo. O, probablemente, lo que cambió el destino de José María Movilla, 26 años, hoy el alma del Atlético, fuese su propio fútbol, que, aunque de forma tardía, empieza a ser unánimemente reconocido.
Atrás quedan sus experiencias frustadas por una decena de equipos (entre ellos, las categorías inferiores del Madrid) y la necesidad de compatibilizar el fútbol con diversos trabajos, incluso como basurero. Movilla logró instalar finalmente su repertorio de medio centro, primero en el Málaga y ahora en el Atlético: preciso y rápido en el pase, incansable en el esfuerzo, inteligente y decidido en el corte, y dotado de un fabuloso sentido táctico; competitivo frente al rival y generoso con el compañero. Y todo con un entusiasmo casi enfermizo.
Las noches tras los partidos se le hacen eternas; se las pasa sin conciliar el sueño hasta las cuatro de la mañana, reproduciendo mentalmente las jugadas y echándose así mismo la bronca por este recorte que no hizo o aquel pase mal dado. También, a la mínima que la tertulia le da pie, agarra una servilleta, la desmenuza en bolitas y las reparte sobre la mesa para representar situaciones futbolísticas. Le gusta hablar de fútbol, pero fundamentalmente del que él juega. No es de los que se plantan delante de la tele y se devora partido tras partido.
Otro fútbol que le fascina es el de las videoconsolas, del que es un consumado especialista. En el Atlético todavía no ha logrado imponer el entretenimiento en los viajes, pero en Málaga, sí. Allí ganó campeonatos y mantuvo una enorme rivalidad con el ciclista Tony Rominger, con quien compartía fisioterapeuta.
Su otra gran obsesión son los niños, con los que se vuelca. Ha montado en Málaga una escuela de fútbol infantil, junto a Ismael Díaz, el entrenador que le recuperó en Málaga para el fútbol. Y a la que puede, visita hospitales de niños enfermos. Movilla, en el fondo, no olvida el niño ilusionado que un día fue. El que se colaba en el Calderón escalando por una señal de tráfico doblada que había junto al fondo sur; el que llegaba a casa emocionado porque algún jugador del Atlético (sobre todo si era Futre) le había tocado o firmado una foto; o el que, ya como juvenil del Madrid, consideró como un trofeo del que presumir el moratón que le provocó en el muslo el balonazo que le dio Michel aquel día que se entrenó con el primer equipo blanco. Michel, tan dado a adjudicar parecidos físicos, le bautizó como Bobby -'se lo puse por Charlton', recuerda ahora el madridista-, y también aquel apodo fue un acontecimiento para contar en casa de los Movilla; como cuando compartió camilla con Hugo Sánchez, y éste le recomendó que saltara a la comba para mejorar de la lesión de tobillo. Movilla creció lleno de sueños de fútbol (se imaginó llegar a ser algún día Schuster, Alemao o Martín Vázquez, sus referentes), y ahora que le toca a él representar el papel de ídolo, no quiere fallar.
Incómodo con los elogios que fuera del campo empiezan a adornar su juego, Movilla mira aún hoy al fútbol con admiración hacia sus protagonistas. Le gusta coleccionar camisetas de los jugadores a los que se enfrenta, aunque la costumbre ya le ha costado alguna frustación: no tiene la de Guardiola. Lo intentó cada vez que se midió al Barça, pero siempre el azulgrana se fue corriendo a vestuarios, más bien cabreado, y no le dio tiempo a pedírsela.
Movilla lo ha pasado mal, ha estado durante muchos años más fuera del fútbol que dentro, pero al fin acaricia el éxito. Eso sí, su gran desafío, que su madre deje de trabajar limpiando en casas ajenas, aún no lo ha logrado. Tal vez ahora, ya que ayer la hizo abuela, lo consiga.
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