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En el sur de Líbano, feudo de Hezbolá

'Mi mayor ilusión es que mi chico sea el día de mañana un mártir y que mate a americanos e israelíes', dice una mujer mientras camina con su hijo de 10 años por Blida

Ramón Lobo

En la zona ocupada por Israel hasta mayo de 2000 apenas si se ven personas, los pueblos se hallan a medio construir y las carreteras de asfalto están bacheadas por la indolencia de 18 años de invasión y las explosiones de minas terrestres. Es el sur de Líbano, una zona pedregosa y espectral, territorio de Hezbolá, la guerrilla shií santificada entre los árabes por su victoria sobre el Tshal (Ejército israelí) y tildada en Tel Aviv y Washington de grupo terrorista. La mirada en esta zona cobra más interés tras los atentados suicidas de Washington y Nueva York.

'Hoy es el sur, mañana Palestina', se lee en una pintada en las paredes exteriores del cuartel de los cascos azules de Unifil en Naqura. A tres kilómetros, bordeando la costa, se encuentra la frontera. Un hombre vestido de civil con un fusil de asalto en la mano sale de una caseta y grita: '¡Prohibido el paso!'.

En la tienda restaurante de Alí Yussuf, en Naqura, trabaja su hermano Ismail, que acaba de salir de la cárcel. Fue condenado a un año de prisión por pertenencia al Ejército del Sur de Líbano (SLA), una creación israelí en la zona ocupada. Ismail asegura no haber disparado jamás un arma. 'Mi trabajo era de cocinero y chófer. El SLA me forzó a alistarme'.

Alí interviene tras dar un sorbo al café: 'Todas las familias debían aportar un miembro a esa milicia. Yo pagué en 1996 5.000 dólares [900.000 pesetas] y un BMW para lograr su libertad'.

Ismail no tiene problemas de convivencia vecinal ni con los milicianos. 'Cuando se fueron los israelíes, Hezbolá nos entregó al Ejército regular de Líbano; ni ejecuciones ni golpes; nunca hubo revancha', afirma.

La frontera con Israel, en el interior, está salpicada de pueblos libaneses que han sufrido bombardeos de represalia en los últimos 18 años: Qana (Canaán) -donde en 1998 murieron más de cien civiles al caer un obús israelí sobre su campamento de refugiados de la ONU-, Alma Chaab, El Bustan, Elkacuza o Armesh. Algunos son cristianos maronitas, como el de Ain-Ebel. En él no ondean banderas de Hezbolá ni hay retratos de los imames Jomeini o Alí Jamenei, los líderes espirituales de Irán; sólo se ven las cruces y figuras de la Virgen y algún cartel de Bechir Gemayel, el icono de las falanges cristianas y presidente de Líbano, asesinado mediante un coche bomba en misteriosas circunstancias. Pero incluso en ellos, mujeres como Layal o Mouna, alaban el papel de Hezbolá al expulsar al Tshal de Líbano.

En la llamada Puerta de Fátima, Israel casi se puede tocar con la mano, apenas seis metros nos separan de un búnker armado. Desde esa puerta se divisa el norte de Galilea, los naranjales y los pueblos, que con frecuencia fueron el objetivo de los cohetes katiushas de Hezbolá. A ese lugar se acercan los niños a arrojar piedras a los soldados.

Decenas de inscripciones del Partido de Dios jalonan la parte libanesa de la frontera. Al atardecer, un automóvil herrumbroso se acerca, aparca junto a la valla de espinos y pone música árabe revolucionaria a todo volumen. De camino a la prisión de Al Khiam, una flecha indica una dirección: Jerusalén, a 110 millas. En ese centro, transformado en un museo de la lucha de Hezbolá contra el 'enemigo sionista', las celdas se encuentran en el mismo estado que cuando los presos fueron liberados, el 25 de mayo de 2000: camas a medio hacer, colillas en el suelo, ropa tendida en las cañerías. Muchos regresan acompañados de sus familias, como Alí Hashem, que relata cómo vivían arracimados en celdas sin luz natural ni ventilación, y con derecho a un paseo de diez minutos en un patio diminuto una vez cada 20 días.

Hashem habla también de las torturas, y se emociona. Hoy, Alí Khiam es una fortaleza de Hezbolá donde en la cafetería exterior se sirven bebidas sin alcohol y se venden casetes y vídeos revolucionarios.

Más al norte, pero dentro de lo que fue zona de seguridad israelí, se yergue en lo alto de una colina la imponente fortaleza de Beaufort, un castillo cruzado que utilizaron de promontorio artillero los franceses, los palestinos y los israelíes. A la vera de un camino protegido por moles de hormigón, hay enterradas cientos de minas. 'Apenas tenemos trabajo, las casas están dañadas y no podemos regresar a los campos', se queja Husein Yamil, de 71 años, vecino de Alma Chaab.

A su lado, Abu asiente y enumera los muertos: 'A los de esa casa les mató un obús, a aquellos...'. Otra familia, la de Sobhi Dalam, trabaja la hoja de tabaco, que le reporta 3.000 dólares (538.000 pesetas) al año. Sus hijos Saleh, Abdul Mamdun y Faruk se sientan sobre bancas de madera para alisarlo. A un lado, Fawziyeh Morabeh, una ayudante de la aldea, baja la cabeza para esquivar la foto.

'Es lo único que tenemos, pero al menos esto nos permite sobrevivir. El sur es una zona muerte, nadie regresa, ni siquiera la policía', asegura Sobhi. Jussef Sakar, de 75 años, sí ha regresado. Viaja en autobús hasta Sidón, donde hace autoestop. Acude a ver su vivienda destruida. En Beirut, sus ocho hijos estudian o trabajan y ninguno sueña con el retorno.

En Blida, otro pueblo de Hezbolá, en el que ondean sus banderas y los retratos de sus muertos cuelgan de las farolas, a la salida de una escuela para adultos, Nagua Bleida camina aferrada a la mano de su hijo de diez años. Viste abaya negra hasta los pies y asegura haberse alegrado con el atentado de Estados Unidos. 'Mi mayor ilusión es que mi chico sea el día de mañana un mártir y mate a americanos e israelíes', musita sin alterar la voz.

Pregunto al niño: '¿Qué prefieres, ser un hombre bomba o ir a la universidad?'. El chico, sin soltar la mano de Nagua, responde sin dudar: 'Ser un hombre bomba'.

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