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Columna
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Memorias

A finales de los años cuarenta, cuando hacía trabajo de campo y buscaba datos para su novela El río que nos lleva, José Luis Sampedro vivió algunas situaciones curiosas, anécdotas que pueden recordarse como síntomas de una época, puntos de cruce en los que brota una vida singular al fundir los aires abstractos del tiempo con las huellas específicas de la historia. El novelista le pidió a la dueña de la casa de huéspedes donde había pasado la noche indicaciones sobre el lugar en el que podía hacer sus necesidades, y la mujer le señaló un patio en la parte trasera de la casa, aclarándole que allí encontraría papel y sable. Lo del patio no le extrañó a José Luis Sampedro, porque buena parte de la realidad española era entonces un inmenso patio de desperdicios y resultaba muy normal que las casas aldeanas carecieran de baño. Pero lo del sable sí le desconcertó, porque el espíritu guerrero, más presente incluso que la Cruz de los Caídos, solía quedar fuera de las necesidades fisiológicas no consideradas asunto de pecado. La buena mujer le aclaró enseguida las cosas: 'Es que tenemos un cerdo que acomete'.

La Fundación Caballero Bonald ha organizado esta semana en Jerez unas jornadas de estudio sobre literatura y memoria, en las que se mezclaron animadamente las reflexiones teóricas sobre los procedimientos literarios, las advertencias sobre los mecanismos perturbadores de la memoria o la desmemoria y la evocación de un pasado nacional miserable que envolvió sus cicatrices con una túnica de bellos sueños, esperanzas políticas y dignidades silenciosas. Hace apenas 40 años nuestro país era aquella humilde extensión de prehistoria y necesidades que nos recuerdan ahora las anécdotas de José Luis Sampedro. Hemos crecido mucho, hemos apurado por fin el vino dulce de la modernidad, pero no sé si hemos crecido por dentro. Todo desarrollo científico debería implicar también un progreso moral capaz de incluir los sentimientos democráticos, la comprensión del otro, la voluntad de vivir las miserias de los demás en la conciencia propia. Sólo un espíritu extremadamente cínico puede defender los valores de la razón occidental, olvidando la raíz de esa razón, el pensamiento crítico, la osadía del saber, la denuncia de las injusticias, la mancha que pone en nuestros manteles la angustia silenciosa o espectacular de las desgracias consentidas.

José Luis Sampedro es autor de obras como Octubre, octubre o La sonrisa etrusca, protagonizadas por personajes que intentaron crecer por dentro, indagar en las responsabilidades de su propia condición. Pero es también el catedrático de Estructura Económica, el antiguo jefe del Servicio de Estudios del Banco Exterior de España que habla con los alumnos de la Fundación Caballero Bonald para explicarles que la rebeldía y la insumisión ante el pensamiento único no es patrimonio de locos, terroristas o borrachos, sino de personas razonables que deciden saber, atreverse a saber, por encima de las consignas y del miedo. Las barbas blancas de José Luis Sampedro son una imagen de esa vieja Europa que puede dar lecciones de dignidad, que busca la luz entre sus sombras y que decide atreverse a saber, en vez de abandonarse a la prepotencia juvenil de un imperio. La democracia norteamericana es hoy una forma de superstición.

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